Sánchez desafía al Supremo al ratificar a su fiscal general
En una democracia mínimamente aseada, si el Tribunal Supremo acusa al fiscal general del Estado de desvío de poder -que es exactamente lo que hizo el alto tribunal al anular el ascenso a fiscal de sala de Dolores Delgado promovido por Álvaro García Ortiz-, lo lógico y consecuente sería que el máximo responsable del Ministerio Público presentara de inmediato su dimisión o, en su defecto, que el presidente del Gobierno procediera a su destitución. Pero en esta España, donde el socialcomunismo se está llevando por delante la separación de poderes y el mismo Estado de Derecho, no ha ocurrido ni una cosa ni la otra. Álvaro García Ortiz no ha dimitido y Pedro Sánchez, lejos de destituirle, lo mantendrá en el cargo. Su nombramiento se hará efectivo en el próximo Consejo de Ministros. Todo un gesto del jefe del Ejecutivo que revela hasta qué punto está dispuesto a plantarle cara al poder judicial.
El varapalo del Tribunal Supremo al fiscal general de Pedro Sánchez, del que, en suma, ha venido a decir que no cumple el principio de legalidad que debe guiar la acción de la Fiscalía General, es toda una impugnación a la forma arbitraria y discrecional con la que el mandado del presidente del Gobierno está actuando desde que sucediera en el cargo a Dolores Delgado, a quien elevó a la más alta categoría de la carrera fiscal saltándose todos los principios de mérito y capacidad. Que la Fiscalía ha dejado de ser del Estado para convertirse en la Fiscalía de Pedro es una evidencia que salta a la vista, aunque ahora el Tribunal Supremo lo ponga negro sobre blanco. Y el presidente del Gobierno ni se preocupa en ocultarlo. Todo lo contrario: aquel «¿De quién depende la Fiscalía? Del Gobierno. Pues eso» ha sido la única verdad incuestionable que Pedro Sánchez ha dicho desde que llegó a La Moncloa. En eso, y sólo en eso, Sánchez dijo la verdad y nada más que la verdad.