La vida en el teatro de la vida: Ignasi Vidal estrena ‘El cíclope y otras rarezas del amor’

El cíclope
Celia Vioque y Daniel Freire en una escena de 'El cíclope y otras rarezas del amor'. (FOTO: David Ruiz)

Si lo que pretendía Ignasi Vidal era explicar el amor, él sabrá si cree que lo ha conseguido. Si lo que pretendía era explicárselo a sí mismo, es evidente que lo ha logrado. ‘El Cíclope y otras rarezas del amor’ (del 24 de agosto al 17 de septiembre en los Teatros del Canal, Madrid) es una instantánea en movimiento de lo que pasa en cinco vidas que se cruzan. No todas, pero se cruzan. Como la vida misma.

Y como en la vida misma entras y sales sin saber por qué ni adónde, sin ensayo previo ni certezas, arriesgando en la apuesta o guardando para cuando no haya. Porque el amor, en la vida misma, nunca sabes si lo hay.

A eso se refiere uno cuando le queda claro que Vidal ha escrito un texto y lo ha llevado a la escena consciente de que no sabe nada del amor pero se lo ha sabido explicar. Este periodista entró en los camerinos antes de que los actores salieran a escena  —y salió con cinco versiones de la función, «debatimos mucho y, es curioso, cada uno compone su personaje desde un punto que los demás no ven»… la vida—.

También tomó cervezas con el autor a la salida, sonrió, debatió, lloró un poquito en el patio de butacas —con Vidal en la de al lado interrumpiendo sus notas mentales para enorgullecerse de haber provocado una reacción en el plumilla— y se despidió de las tapas, de Vidal, de Ramoncín y señora —la tertulia giró en torno a los tercios, el vino, la música y un beso no del todo resuelto en escena— con la sensación de que había estado mirando por una rendija a la vida de otros. A la vida misma.

Porque el montaje de Vidal es un trabajo minucioso desde el texto a las acotaciones, pasando por una escenografía efectiva (Curt Allen y Leticia Gañán) y una música ideal (Marc Álvarez) para permitirle a uno compadecerse de sí mismo. Reflejado en esas tres mujeres y dos hombres que, sobre las tablas, representan mismamente —y con verdades— nuestras vidas.

Las de los que a veces pensamos en saltar pero tenemos vértigo, como le pasa al insatisfecho vecino de todos que interpreta Manuel Baqueiro (Pedro). O quizá compañero de vida, marido, amante, amigo… podría haber tomado cervezas con este periodista, Vidal y Ramoncín. Y se habría ido a casa caminando, manos en los bolsillos, mirada al suelo, una mueca en los labios al bies… y un rumbo, como siempre, indeseado. Porque sueña con una explosión de rabia, deseo, angustia y tormento que nunca sabe dónde hallar. Y no sabe qué nombre dibuja su sonrisa. O sí, pero no se atreve.

Hemos sido ese vecino alguna vez, y hemos sido de los que piden amor dándolo, lo que es seguro de fracaso, al menos interior, porque la derrota se puede consumar o no, pero entonces el teatro es la vida. O al revés. Ése es el personaje que compone con maestría desgarrada Eva Isanta (Marta), a la que Vidal enfrenta con la inocencia candorosa y apasionada de la princesa del cuento, una preciosa muñequita que tiene el cuerpo para abrazar que le da Sara Rivero (Paz).

Es ella el centro del tablero en el que se mueven las fichas de este juego, pero en realidad sorprende el juego que propone el autor presentando el contraste de la madurez en la personalidad del personaje de Amanda.

Su potencia sostiene toda la trama y la elección de Celia Vioque para darle vida es un acierto: la intérprete crea una vida completa en una hora y media de representación, todos sabemos quién es, la hemos conocido, y la hemos querido, puede que algunos incluso amado. Porque es independiente y sabia. Ha pasado la vida sólo mojándose los labios. Revoloteando confusa, buscando libar un jugo que, como el amor, no se exprime, ni siquiera se extrae: o te lo entregan o te limitas a oler la flor. Las vidas a tu alrededor. Amanda/Vioque conoce uno de los secretos del amor, porque antes de salir a escena ya había caído en la cuenta de que ella nunca ha sabido estar donde tocaba en el momento adecuado.

Y vive con ello.

Su cruce con el personaje encarnado por Daniel Freire (Sergio) es ese contraste del que antes hablábamos. Y es la otra vida quizá mejor compuesta por Vidal. Las manos y el corazón de este actor le dicen al espectador que eso que está viendo no es un teatro, sino un amigo atribulado que busca su rendija, dispuesto a empujarla y convertirla en umbral de una nueva, de nuevo, vida.

Vidal, Ignasi Vidal, comenzó este texto hace cuatro años, tratando de entender cosas de la vida, quizá de la suya misma —este periodista no puede imaginar otra cosa en un texto tan sincero, cervezas aparte—, y sale de él como mínimo, habiendo aprendido a explicarse que ese ojo único del cíclope que se forja cuando dos amantes se besan y se miran en lo hondo dura lo que una instantánea de la vida. Luego cada uno, a la salida del teatro, que mire a su alrededor, a la vida, y busque su tertulia para debatirlo.

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