Puente y la política indecente

Óscar Puente es un sinvergüenza macarra. No descubro nada. Lo sabe quien le puso ahí para ejercer de tal. Y él se muestra encantado de que medio país celebre su condición, mientras saca de sus casillas a la otra mitad. Las dos Españas que la izquierda siempre potencia, sólo que ahora desde la cloaca de podredumbre moral y cochambre personal que representan políticos como el pijo de Valladolid. Atrás quedan sus años en la Universidad, cuando iba por Pucela con el jersey anudado al cuello de camisa de marca y presumía de ser «el facha socialista». Ahora se dedica a proteger a su amo haciendo de sparring nacional, asumiendo con orgullo y honor las galletas que le dan por sus salidas de tono. Lo que antes llamábamos vergüenza él lo define como ironía y sarcasmo.
Arden los bosques de España, se queman montes y praderas, los trenes siguen detenidos en páramos y andenes sin mantenimiento, con los viajeros soportando temperaturas de cuarenta grados y golpes de calor constante. ¿Qué hace el ministro perdido, en su eslabón constante de gracietas y piruetas retóricas? Burlarse de quienes lo han perdido todo, presumir de basura moral con chistes sobre la calentura del terreno mientras disfruta lecturas en playas cara al sol, culpar al adversario y decidir que el problema de gestión que tiene en el ministerio que él dirige de manera fraudulenta es algo menor en comparación a la lucha contra la ultraderecha. Pero que no falten los posts subversivos de quien le gusta hacer la revolución entre yates y coches de alta gama, ni tampoco los comentarios constantes en redes, donde la retahíla de faltas de respeto al adversario y a quien le paga el inmerecido sueldo cada día aumenta en función de la rentabilidad del escándalo creado. Sánchez sabía que Puente le quitaría foco mediático ante tanto escándalo de corrupción y Óscar le responde con sumisa lealtad.
Hemos llegado a este estadio degradado en la política por no saber articular los cortafuegos precisos a tiempo. Cuando aceptamos la deshumanización del oponente político, el populismo mentiroso que toma al ciudadano por idiota y no como sujeto soberano y la degradación institucional como requisito necesario para la conservación del poder, personajes como Puente adquieren una impronta notable y un poso de impunidad y bula mediática inmerecida.
Pero en la España del «tira, que no pasa nada», Puente seguirá tirando, aunque los trenes impuntuales ya no tiren. Continuarán parándose en mitad de la nada en una España quemada de incompetentes como él, que han saqueado las arcas públicas y empobrecido servicios de los que antaño presumíamos con orgullo. Seguirá ahí cuando todo esto pase, sostenido y aplaudido por los pesebreros y ensobrados que todavía defienden su actitud, comportamientos y saber hacer. Y a los que contrata para crear esos posts de inmundicia moral que sus manos de rico con ínfulas no se atreven a escribir.
El filósofo Emilio Lledó ya avisaba de lo intolerable que supone para una sociedad que quiere ser libre admitir a políticos indecentes con poder. Ello confiere al sistema de una gravedad inusual, porque no reparará en el virtuosismo coyuntural del representante, sino en la capacidad de ensuciar la vida pública de quien ostenta dicho poder y no desea perderlo. Puente es todo lo que debemos deplorar de la política, un representante moralmente incapacitado para ejercer nada que no sea la gestión de su propio ombligo, tan encorvado como su cerviz, tan desviada e irreversible como su ética. Quizá por eso ha llegado a ministro. Del PSOE, por supuesto.