Las mascarillas como herramienta política

Las mascarillas como herramienta política
Las mascarillas como herramienta política

Ahora que parece que, por fin, la obligatoriedad del uso de mascarilla llega a su fin -si no vuelve a haber algún requiebro por parte del Gobierno-, Adiós a las mascarillas para Semana Santa: el Gobierno las retirará en interiores a partir del 13 de abrilaunque parece que, de momento, la dejarán impuesta en algunos lugares, como hospitales, es conveniente recordar cómo esta medida sanitaria ha sido prácticamente siempre empleada como una herramienta política, según le conviniese al Gobierno.

Recordemos que, al principio, las mascarillas no es que no fuesen obligatorias, sino que el Gobierno las consideraba perjudiciales. Posteriormente, y para tratar de ver que hacía algo, las imponía en las inmediaciones del verano de 2020, tras pasar lo peor de la pandemia, y tras poder salir toda la población junta en los tramos horarios marcados por el Ejecutivo, sin mascarilla ni distancia, con los contagios cayendo, lo que deja ver que el uso de las mascarillas no es tan determinante.

Posteriormente, acusó a Madrid de ser insolidaria por distribuir entre los ciudadanos mascarillas FFP2, cuando son, después, las que han terminado utilizando la práctica totalidad de los miembros del Gobierno.

Unos meses después, eliminó la mascarilla en exteriores, pero en Navidad volvió a imponerla, cuando la población ya estaba muy inmunizada y la nueva variante del virus se mostraba como más contagiosa pero menos letal. Esa medida la impuso el Gobierno porque se le acusaba de no hacer nada y su único recurso fue cubrirnos boca y nariz de nuevo. Había entonces un consenso científico prácticamente unánime en que las mascarillas de nada sirven en el exterior, pero eso le permitía al Gobierno hacer ver que hacía algo, dentro de este mundo actual en el que lo que importa es aparentar en lugar de preocuparse de los problemas reales. Poco después, prorrogó su uso en el exterior, para anunciar, cuatro días después, que el martes el Consejo de Ministros daría luz verde para que dejase de ser obligatoria en espacios al aire libre. Una vez más, oportunismo puro, pues pretendía tapar el suceso de la votación en el Congreso sobre la contrarreforma laboral.

Posteriormente, el Gobierno comenzó a insinuar que el uso de la mascarilla en los interiores podía llegar a su fin. ¿Cuándo lo dijo? Cuando más empezaban a subir los precios de la energía, de los carburantes y la inflación.

Ahora, tras semanas con ese señuelo, afirma que las eliminará en el Consejo de Ministros del 19 de abril, con aplicación a partir del día siguiente, 20 de abril, pero con el retraso de una semana sobre la fecha que se había barajado previamente, día 12 de abril. De nuevo, el hacer ver que durante Semana Santa no se levanta la restricción es una forma de aparentar que hace algo. Y así, con todo.

Esto corrobora que casi nada a lo largo de la pandemia ha sido implantado con criterios científicos o sanitarios, sino políticos. Cansa ya ver la sarta de contradicciones entre el uso de la mascarilla, los test, las cuarentenas establecidas, cambiantes en su duración según hubiese que sacar o no adelante una prórroga del estado de alarma, o tantas y tantas cosas. Lo único que ha funcionado a día de hoy con datos en la mano ha sido la vacunación, sabiendo que cada cual es libre de ponérsela o no, asumiendo, en el ejercicio de su libertad, las consecuencias individuales acerca de la enfermedad que pueda tener, que esperemos que no haya ninguna.

Estoy de acuerdo en que la mascarilla debe desaparecer, y no sólo en el exterior, sino también en el interior y volver, de una vez por todas, a la normalidad sin adjetivos, a nuestra vida de antes del catorce de marzo de 2020. Ahora bien, una cosa es que esté de acuerdo en que debe desaparecer el uso de la mascarilla y otra que no me parezca bochornoso que el Gobierno la emplee, junto con otras cuestiones relativas a la pandemia -recordemos la persecución injustificada a Madrid en el otoño de 2020- como coartada para disimular en otros asuntos espinosos para él.

La mascarilla es un elemento inútil en el exterior y de dudosa utilidad en el interior, pues no hay nada que acredite que frene mucho los contagios. Como he dicho antes, cuando comenzó a levantarse el mal llamado confinamiento, no había mascarillas, y quienes tenían que ir a trabajar en un lugar cerrado lo hacían sin ella, y quienes iban a comprar al supermercado -lugar cerrado, también- lo hacían sin la misma, y los contagios bajaban tras haber estado encerrados y sin mascarilla en esos primeros momentos de salida de los domicilios. Del mismo modo, cuando empezaron a dejarnos salir a la calle por franjas horarias, toda la población salía al mismo tiempo -cada uno en su grupo de edad-, es decir, formando aglomeraciones, donde ni había distancia ni había mascarilla en esos momentos, mientras los casos de contagios se desplomaban.

La mascarilla es contraproducente por varios motivos: corta el aire a las personas, muchas de las cuales tienen dificultad para respirar con ella -y aunque estén médicamente eximidas, son recriminadas si entran sin ella en cualquier lugar, con lo que de nada sirve esa exención- y hace que respiremos constantemente el dióxido de carbono que exhalamos, que es perjudicial para la salud. Adicionalmente, es algo que termina por ser antihigiénico, pues es un nido de gérmenes y bacterias. Por otro lado, no está demostrado que sirva eficazmente para cortar la transmisión del virus; si fuese útil, estaría todo solucionado. Sólo sirven de elemento de falsa autoconfianza.

Lo único que los datos demuestran que es útil, como digo, es el uso de las vacunas, que reducen muchísimo el riesgo de enfermar gravemente, de manera que están logrando -junto a la lógica evolución del virus hacia una mayor capacidad de contagio pero con una menor gravedad- que la mayoría de infectados actuales no tengan síntomas o sean los de un catarro.

Hay que ir dejando atrás la psicosis en la que vivimos, desde el análisis riguroso de los datos. Desgraciadamente, seguirá habiendo personas que fallezcan de coronavirus, pero ya en unos niveles -salvo sorpresa triste- similares a los de cualquier otra enfermedad. La ciencia ha conseguido minimizar los daños, y los próximos fármacos habrán de completar este hito. Por supuesto, es triste el fallecimiento de cualquier persona, tanto por coronavirus como por cualquier otra enfermedad, pero en términos agregados debe procederse a un análisis sosegado y riguroso, porque, si no, los suicidios, que aumentaron un 7,4% en 2020 -último dato publicado por el INE-, aumentarán todavía más, lamentablemente, así como el conjunto de enfermedades mentales, por no hablar de las circulatorias originadas por la ansiedad, falta de movimiento y por la preocupación de la ruina económica. Y, por supuesto, además de acabar con el uso obligatorio de mascarillas en todo lugar, el Gobierno debería dejar de emplear las mismas, o cualquier otro elemento relativo a la pandemia, para desviar la atención sobre otras cuestiones.

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