El pulso entre Putin y Lukashenko

G7
Vladimir Putin

La firma del Tratado de la Unión en 1999 abrió una senda de colaboración e integración nacional entre la Federación de Rusia y la república de Bielorrusia. Hoy, transcurridos veinte años de este acuerdo, el proceso de convergencia política, militar y comercial entre ambos actores atraviesa una complicada etapa marcada por el desacuerdo entre sus dos protagonistas, los presidentes Putin y Lukashenko.

El proyecto común que une ambos Estados afronta un periodo de crisis marcado por la necesidad de ambos líderes de permanecer en el poder. Como derivada de esta pugna han aflorado tensas relaciones comerciales durante este último año, unidas a la instrumentalización de voces nacionalistas por ambas partes. Con la continuidad de sus mandatos en entredicho, Putin y Lukashenko juegan sus cartas para afianzar su posición y consolidar sus intereses geoestratégicos. En este contexto, los dos presidentes se han reunido recientemente en la ciudad rusa de Sochi para abordar el futuro de sus lazos bilaterales.

Tras el colapso de la URSS, Alexandr Lukashenko, que apenas alcanzaba los cuarenta años, aspiraba a liderar un producto político surgido de las cenizas del gigante euroasiático. La aparente tibieza de Boris Yeltsin daba campo al mandatario bielorruso para encabezar el aparato estatal que pretendía ser heredero del legado soviético. Sin embargo, desde la llegada al Kremlin de Vladimir Putin, las aspiraciones de Lukashenko han disminuido considerablemente.

El Tratado de la Unión entre Rusia y Bielorrusia de 1999 constituyó un arma estratégica para Moscú, que contaba con un Estado tapón ante la deriva atlantista de los países centroeuropeos, pocos años antes adscritos a su órbita. Este pacto miraba hacia la integración política y militar, pero fundamentalmente se redujo al terreno comercial. En este escenario, Rusia ha disfrutado de un país satélite comunicado con Polonia y afín a sus intereses frente a Occidente, mientras que Minsk se ha beneficiado de jugosos descuentos arancelarios, especialmente en la importación de hidrocarburos.

Con el desafío de la continuidad muy presente en la agenda política de ambos líderes, tanto Putin como Lukashenko han estirado de la cuerda hacia su propio terreno a lo largo de los últimos meses. La denominada «maniobra fiscal» que Moscú ha emprendido, suprime las ventajas comerciales de las que gozaba el régimen de Minsk, al que el Gobierno ruso reclama más voluntad de integración. Sin embargo, frente al miedo de caer en desgracia, Lukashenko ha abierto la puerta a las voces que claman por el resurgimiento de la identidad nacional bielorrusa, a través del lenguaje y la cultura perdida a causa de una centenaria rusificación.

A pesar de ello, nada apunta a que Vladimir Putin pueda servirse de una presidencia supranacional para salvar el obstáculo de su fin de mandato en 2024. No obstante, el presidente bielorruso transita áreas pantanosas al haber recurrido a elementos prácticamente considerados como enemigos del Estado, para tomar distancia del Kremlin. Lukashenko afronta unos comicios generales en 2020 y su preocupación principal es evitar la bancarrota del país, unida irremediablemente a su popularidad.

Mientras el Gobierno de Vladimir Putin hace lo propio y trata de sanear las cuentas rusas con el mismo fin, la posición de Bielorrusia en el panorama internacional tiende a la neutralidad, como ya se observó en su papel de mediador en los acuerdos de Minsk, para tratar de solucionar el conflicto en Ucrania. Si bien Minsk no parece tener intención de apoyar -al menos a corto plazo- los movimientos de Rusia en el este de Ucrania, Moscú continúa presionando para instalar bases militares, sugiriendo compensaciones a cambio de avances provechosos en el Estado de la Unión.

El declive económico de ambos países urge a las dos administraciones a buscar fórmulas que revitalicen sus mandatos. Rusia, por su parte, mantiene varios frentes abiertos y dispone de un mayor espacio para actuar, pero Bielorrusia se debate entre ceder ante las imposiciones del Kremlin o dejarse seducir por la Unión Europea. Precisamente, Bruselas ha mantenido una política de sanciones hacia Minsk con objeto de castigar sus severas deficiencias democráticas, aunque tiende puentes ante cualquier gesto de acercamiento, tal y como reclama un importante sector de la sociedad civil bielorrusa.

La pasada semana se produjo una multitudinaria manifestación en Bielorrusia en favor de la soberanía nacional, en la que cientos de asistentes exigieron medidas al Gobierno. En línea con esta demanda pública, Lukashenko se ha mostrado reacio a suscribir en Sochi, o en el futuro, cualquier acuerdo que menoscabe la independencia de su país. Por su parte, la actitud de Moscú tampoco ha variado, materializando la ya pactada venta de una partida de aviones de combate a Minsk a un precio poco amistoso.

La ambigüedad del discurso oficial bielorruso respecto a los últimos movimientos de Rusia no ha facilitado el incremento de la integración que exige el Kremlin. Como castigo a esta actitud, el Gobierno de Vladimir Putin mantiene en vigor las imposiciones arancelarias que desplazan la subvención recibida por el régimen de Minsk hasta ahora. De esta manera, las posturas inflexibles de sendos líderes enquistan una disputa que puede alargarse en los próximos años.

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