Todo mal, todo ridículo
Occidente no existe porque ya casi nada existe. No existe ni siquiera la lógica y la coherencia entre los humanos que poblamos el mundo, ¿va a existir occidente? Hay quienes en peregrinación acuden a llorar a los mataderos para rezar por los animales, ¿va a existir occidente? La ridiculez tiene cautivo al raciocinio.
Mi pregunta es, ¿podemos hacer que exista de nuevo un occidente esperanzador del mismo modo imperialista que cuando la joven Juana de Castilla salió de las faldas de ‘la Católica’ a Flandes para casarse con Felipe, el más hermoso y –despreciable– rey? Desconozco si estas preguntas, reflexiones o tajantes aseveraciones podrían desprenderse de ‘La esperanza de occidente’, la muestra de Luis Gaspar e Iñigo Navarro, fotógrafo –“nacido a muy temprana edad”– y artista plástico –dentista ocasional–, respectivamente, donde, además, han hecho de anfitriones de Teresa Gancedo, la primera artista mujer que, junto con Carmen Calvo, expuso en el Museo Guggenheim de Nueva York.
Las obras, donde se alterna fotografía y pintura, colocadas con una presunta espontaneidad en las paredes empapeladas de un piso clandestino de Madrid, miran al pasado, pero no para quemarlo todo junto a las bibliotecas, como harían los incendiarios futuristas, sino para intentar impulsar el renacimiento de todo lo que somos y todo aquello en lo que ya no creemos. “Esto de ser occidental tiene algo de antiguo, como ser carlista. Da la impresión de que cada vez hay menos individuos interesados en estrujarse los sesos para definirse como occidentales”, reza el manifiesto de los artistas ‘casicreyentes’ de nada y de todo.
Les debe pesar el pesimismo, pero se muestran dispuestos a la lucha libre. Creen que “posiblemente occidente no tenga salvación, aunque sin duda el intento de hacerlo resurgir merece con mucho el sacrificio. Sea posible o no este dichoso acontecimiento, más vale vivir el último rayo de su hermosa decadencia que cruzarse de brazos y arrojarse al ‘chandalismo’”. Por culpa de Rosalía, añadiría.
Digo –y diré ante cualquier tribunal– que Juana era –y es– occidente por provocar el esplendor imperial. Ella, a base de geopolítica, amor y revolcones insaciables nos moldeó como occidentales. Ella, tan confusa, tan contradictoria, tan bellísimamente castellana. Ella que, en momentos de lucidez se adhirió fugazmente a Los Comuneros frente a la dominación extranjera impuesta y opresora. Este fue, probablemente, el primer movimiento nacionalista de nuestro país, no quemaban contenedores, cortaban cabezas. Menos limpio, más gallardo. Comedidos, corteses, como la parte necesaria de los occidentales de la que hablan en su diálogo estos artistas. La nostalgia es libre y, Castilla, con su Corte itinerante, oscura y conquistadora, es mi religión y mi única verdad. Ni el hábito hace al monje, ni la hamburguesa vegana es carne, ni los runners corren hacia la vida –palabra de Navarro–.
Resulta intrigante, a la par que desconcertante, que los occidentales, presuntamente educados y caballeros, cabalguemos ávidamente sin escudo, sin caballo y sin honra porque la hemos perdido en un ‘selfie’ de Instagram, en busca del hallazgo de nuestra singularidad, mientras mutamos en soldados de asalto del Imperio Galáctico. No hay esperanza ni para occidente, ni para los occidentales porque se puede apreciar la belleza, pero jamás exigir la perfección. Lo perfecto destruye lo natural, lo real.
El tiempo es terriblemente justo, pero me temo que no tanto como para devolver a occidente el brillo cegador de cuando éramos algo, ahora sólo lo creemos y, eso, eso es lo verdaderamente ridículo.