La democracia orgánica de comunistas y nacionalistas
Las duras críticas, e incluso las despectivas chanzas, que se han hecho de la reunión de Yolanda Díaz y Carles Puigdemont deberían ser más piadosas si se tiene en cuenta que actúa en nombre de su jefe y que, para ella, el motivo de la visita, y de la buena disposición que ha trasladado, es la procura de su propia supervivencia.
Pedro Sánchez confía en que la tela de espurias y mafiosas exigencias que mantiene unido al sanchismo servirá también para atrapar a Junts, pero, además, siempre tiene el plan B de acudir a elecciones envuelto en una bandera de patriotismo tejida con el hilo de la resistencia a los chantajes de los independentistas. Sin embargo, Yolanda surfea con la tabla de sus pobres resultados las aguas procelosas de Podemos y de muchos de los grupos a los que la coalición Sumar les ha proporcionado menos capacidad de influencia, menos cargos y lo que es peor, mucho menos dinero.
Con razón intuye que, ante una nueva convocatoria electoral, le será muy difícil imponer un liderazgo a fondo perdido a partidos que no son suyos y a camaradas que la tienen muchas ganas y que saben que repitiendo cartel electoral con ella a lo más que pueden aspirar es a que les vaya igual de mal. Así que, de la necesidad virtud y a tirar para adelante dándole a Puigdemont lo que pida, que cualquier cosa es mejor que una purga comunista.
Por lo demás tampoco tiene demasiados problemas de conciencia en acceder a las peticiones del prófugo; un comunista que se precie siempre tiene un acercamiento utilitarista a las normas y al estado de derecho. Para ellos el cumplimiento de las leyes únicamente es obligatorio si no les separa de la consecución de sus fines.
Lo peor es que en ese marco es en el que se ha instalado el sanchismo, y no solamente los nominalmente comunistas. Todos sus conformantes, incluidas las ramificaciones mediáticas e institucionales, entre las que se encuentra el Tribunal Constitucional, no aceptan de facto la vigencia plena y efectiva de las normas, incluida la propia Constitución, quedando siempre sometidas a una interpretación constructivista.
Además, para terminar de convertirnos en una especie de democracia orgánica, hablan de mayorías sociales y de supuestos entes representativos a los que se les terminará otorgando funciones y competencias: las mesas de diálogo en Cataluña, los relatores, la convención constitucional de Urkullu, las asociaciones de colectivos de género… En fin, vamos a volver, 50 años después, a algo parecido a las representaciones orgánicas de la familia, el municipio y el sindicato en el franquismo o de las colectividades profesionales y de estudiantes en las democracias populares marxistas del Pacto de Varsovia.
Pues sí, aunque resulte increíble en la desarrollada Europa un país se gobierna con ramalazos marxistas que son incompatibles con los principios democráticos; y, aún peor, manipulado por un nacionalismo mezquino y supremacista que, como avisó el nada sospechoso Julio Cortázar, «causa horror en la medida que pretende someter a los individuos a una fatalidad casi astrológica de ascendencia y de nacimiento».
Y hablando de marxistas, en estos días se recuerda la figura de Salvador Allende, cumpliéndose ayer, 11 de septiembre, 50 años del golpe de estado en Chile y de su muerte en el Palacio de la Moneda. Con un inútil maniqueísmo vuelve hoy a enfrentarse la sociedad chilena: la izquierda más radical desprecia todo lo conseguido por la dictadura (que después de 15 años le devolvió a la democracia siendo el país más rico y con mayor desarrollo humano de Hispanoamérica), pero también lo avanzado por los gobiernos democráticos socialistas, democristianos o liberales que, y en eso tienen razón, no han corregido con suficiente velocidad las diferencias sociales y económicas.
Parecen querer volver a la situación previa a 1973, derrapando hacia una autarquía comunista, pilotada ahora, no por la dictadura cubana (en 1971 Fidel Castro estuvo más de tres semanas en Chile, extendiendo una visita que debía haber durado nueve días), sino por el bolivarismo populista e indigenista que también es un sucedáneo de la democracia.