Del PSOE al MAGA

Pedro Sánchez

Ya tenemos aquí esa cosa tan viejuna, tan decimonónica, del manifiesto. Un centenar de añosos cineastas, actores y cantantes (lo que en España se denomina, no sabemos por qué, «intelectuales») han firmado uno de estos para la salvación de Pedro Sánchez. No de un ideario, ni siquiera de un partido: de Sánchez, ese hombre, asediado por una corrupción abrumadora e inocultable.

Es todo tan polvoriento, tan rancio. Leyendo la noticia uno recuerda a la avejentada y patética estrella Norma Desmond descendiendo por las escaleras de su mansión con aires de diva en El crepúsculo de los dioses. Son tan el pasado, y no solo o principalmente por los muchos años que acumulan entre todos los abajofirmantes, sino por creer que aún son de algún modo relevantes, sin advertir que en un foro público que se mueve en X y en los nuevos medios un manifiesto resulta ridículamente pomposo.

Y, ay, es tan transparente que se trata de un «qué hay de lo mío», de defensa del propio status y los propios garbanzos.

Una de las cosas que más llamaron la atención a los romanos cuando entraron en estas tierras es lo que Plutarco describió con el nombre de devotio iberica: «Los que forman el séquito de un caudillo deben permanecer con él en el caso de que muera. A esta suprema fidelidad llaman consagración o devoción».

No sé cuánto nos quedará de la vieja Iberia, pero sin duda este rasgo -sin suicidio ritual, afortunadamente- ha pervivido. El español es ferozmente leal al caudillo de su facción, como se es visceralmente leal al equipo de fútbol de la adolescencia. En España, cambiar de equipo tiene cierto sabor a apostasía, y en política pasa tres cuartos de lo mismo.

Por eso me ha sorprendido muy agradablemente la revuelta del MAGA, el movimiento que aupó a la presidencia a un outsider de la política, un magnate inmobiliario de Nueva York atacado por todos los poderes del sistema.

Se suponía que el MAGA era una secta y, si me apuran, una secta destructiva, construida sobre la base un culto a la personalidad. Y hay indicios sobrados de esto, sobre todo en la actitud narcisista del propio interesado, Donald Trump, cuando habla de la Edad de Oro que ha inaugurado para América (sic), donde todo es lo más hermoso, lo más rico y lo más grande.

Y, sin embargo, sus más leales partidarios, los tipos de la gorra roja que coreaban entusiastas sus consignas y aplaudían en sus mítines hasta pelarse las manos, les ha dejado claro que no es así. Porque en estos días estamos asistiendo a una revuelta de las bases que amenaza con volatilizar las esperanzas de los republicanos en las legislativas de medio mandato.

Las razones las hemos contado aquí: el súbito belicismo, el brutal aumento del gasto y, sobre todo, la renuencia a hacer pública la famosa lista de Epstein. Pero casi lo peor ha sido la incomprensible actitud con que Trump ha reaccionado a las primeras críticas, como un nuevo Rey Sol indiferente a las demandas de los suyos.

Y eso es lo que me llena de esperanza: un electorado al que se le puede calificar de cualquier cosa menos de tibieza, capaz de abandonar al líder cuando este se aleja de su programa.

Se supone que es así como debe funcionar el sistema, un gobierno de leyes, no de hombres. En teoría, en una democracia los gobernantes concretos son meros administradores prácticamente intercambiables, salvo por las diferencias de honradez y competencia, porque lo que se está eligiendo es un programa, un ideario, unas propuestas concretas. Lo que la base MAGA le está diciendo en una proporción significativa es que, si Donald Trump traiciona su plataforma, tanto peor para Donald Trump. Es su representante, no su caudillo. A un político no se le debe lealtad; lealtad a los representados es lo que se espera de él.

En España esa reacción es punto menos que incomprensible. Aquí se eligen los colores y se defiende al caudillo hasta el último suspiro. No importa si le votaste porque defendía X, y en cuanto llega al poder aplica lo contrario, que es lo que Sánchez ha hecho sistemáticamente desde que llevó su colchón a la Moncloa. El único grito del electorado socialista parece ser el mismo con el que saludaron en una ocasión los suyos al Conde de Romanones: «¡Conde, colócanos a todos!».

Lo último en Opinión

Últimas noticias