Pedro, no rompas España
Nadia Calviño, la Cristiano Ronaldo de la economía que sustituye a Román El Breve, fue invitada a pronunciar una conferencia sobre competencia en París. Aceptó sin poner una sola condición y gratis et amore. Por aquel entonces era una altísima técnica de la Unión Europea, que dejaba boquiabierto a todo quisqui en Bruselas por su capacidad técnica y su estajanovismo. París bien debía valer una misa porque allá que se fue a soltar el correspondiente speech. A la ahora ministra la presentaron en inglés pensando que no tenía pajolera idea de la lengua de Victor Hugo, Molière, Voltaire, Verne o Sartre. Error. La hija del ex director de RTVE José María Calviño respondió en un francés no perfecto, sino lo siguiente, y los anfitriones, una de las grandes firmas de abogados mundiales, fliparon con el fondo y las formas de lo que entraba (pero no salía) por sus oídos.
La encargada de que nuestra Economía, que crece al 3%, no se vaya al carajo es la quintaesencia de un Gobierno que ha sorprendido a propios y extraños en las carteras clave. Lo cual demuestra la inteligencia de un Pedro Sánchez al que hasta hace dos semanas todo hijo de vecino (yo, no, porque ningún gilipollas llega a ser secretario general del PSOE) despreciaba. Los grandes líderes son los que se rodean de gente mejor que ellos, los que no tienen miedo a la excelencia ajena, los que conforman lo que el Rey Arturo Kennedy denominó “el Gobierno de los mejores”.
Cero preocupación, por tanto, por cómo le ha quedado el menú gubernamental al chef Pedro Sánchez. Marlaska, Robles, Borrell, Luis Planas y la protagonista de los dos párrafos anteriores no son precisamente unos tuercebotas. Sí nos darán tardes de gloria algunos y algunas de los gerifaltes de carteras menores. Morralla no hay demasiada, pero haberla, hayla. Pero mientras tengamos la Economía, la Policía, la Guardia Civil, el Ejército y ese Estado dentro del Estado que es el CNI en buenas manos, podemos dormir tranquilos. Si se hacen experimentos será con gaseosa y no con ese champán que tanto acostumbraba a derramar José Luis Rodríguez Zapatero.
Calviño es la quintaesencia de un Consejo de Ministros que algunos bautizaron parafraseando a Rubalcaba como “Gobierno Frankenstein”. Al final, la criatura se antoja más parecida intelectual, técnica y pragmáticamente a George Clooney, Gisele Bündchen o yéndonos al terreno patrio, a Banderas y Elsa Pataky, que al monstruoso personaje de Mary Shelley. Entre otras cosas, porque el cuerpo es todo uno y no una sucesión de trozos mal amalgamados los unos con los otros. La verdad es que este Ejecutivo se hubiera parecido más a la Familia Addams que a los Alcántara de Cuéntame con un Pablo y una Irena que una vez más, ya lo eran con el PP, se han comportado como los tontos útiles que son. El tocomocho que les ha pegado Sánchez es sencillamente glorioso. Llevo días llorando de la risa.
Conclusión: la cuestión con este Gobierno no es el quién, lo que los anglosajones denominan el who is who, sino el qué. Y no me refiero al apartado económico que, como digo, está en buenas manos, en manos de gente respetada en Europa y que no hará salvajadas con el Presupuesto. Miedo me da, lo confieso, la titular de Hacienda, que me temo muy mucho terminará siendo una versión más presentable, pero versión al fin y al cabo, de un Cristóbal Montoro que nos mató a impuestos. Mucho me temo que acabará con esa autonomía fiscal que permite que las comunidades autónomas decidan si siguen friéndote a impuestos cuando pasas a mejor vida. Vamos, que habrá impuestazo de sucesiones en las regiones que han decidido que no es de recibo continuar haciéndote pasar por caja cuando ya moras en el cielo o en el infierno. Ojito también a un IRPF que es uno de los más altos de la OCDE. Y cuidadín con poseer el más mínimo patrimonio porque los buitres, o buitras, se hallan al acecho.
Perdón por esta digresión pero si no se la largo, querido lector, reviento. El qué es obviamente la vertebración de España. Una España que es la nación más antigua de la Europa continental junto con Francia y que también ostenta el dudoso mérito de ser la más descentralizada. De Pedro Sánchez tengo cero dudas en el epígrafe territorial. Me consta que es un constitucionalista convencido, un socialdemócrata que idolatra a Felipe González y que siente la misma aversión moral y filosófica por el nacionalfascismo catalán que por el comunismo bolivariano podemita. Que no es poca precisamente. La unidad de España estaría tan garantizada con él como con el PP o Ciudadanos si dispusiera de 160, 170 ó 180 actas y no de la cuarta parte del hemiciclo. Que, por cierto, es menos de la mitad de la mayoría absoluta. Pequeño detalle.
Pero en política, como en la vida en general, uno es rehén de sus promesas. No se puede prometer lo que no puedes cumplir y si lo intentas cumplir, poniéndote el mundo por montera, puedes acabar como un moderno ecce homo. La prensa sanchista, hasta hace dos semanas fanática podemita, jura y perjura que no hay peajes en la sombra por el apoyo de los 17 diputados secesionistas. Lo cual es para mear y no echar gota. Porque nadie da nada a cambio. Menos aún en ese templo de los mercaderes de la Carrera de San Jerónimo que deja reducido el bíblico a la condición de juego de niños.
El peaje en la sombra. Ésa y no otra es la cuestión. Las dos primeras grandes decisiones del Gobierno no invitan precisamente a la tranquilidad. Retirar el control de los fondos que transfiere el Ministerio de Hacienda a la quebrada Generalitat no es de recibo. Y entrevistarse con el Le Pen español, Quim Torra, sin establecer una sola condición recuerda más a Chamberlain que al Kennedy que presidía el despacho de Sánchez en Ferraz. El presidente del Gobierno no puede recibir a un impresentable que considera que los españoles somos “fascistas, resentidos, repugnantes, bestias carroñeras, hienas con una tara en el ADN y víboras”. No, desde luego, si antes no ha pedido perdón públicamente. No, en consecuencia, si continúa incumpliendo la legalidad, permitiendo que se apalee a los catalanes constitucionalistas e invocando al delincuente Puigdemont como “legítimo presidente de Cataluña”.
También hay que ponerse en lo peor teniendo en cuenta a quién ha digitado Sánchez para lidiar con este miura: Meritxell Batet. Una socialista catalana partidaria de la celebración de un referéndum independentista y que aplaude a los 70 alcaldes y grupos municipales socialistas que se han adherido a la Asamblea de Municipios Independentistas. La prueba del algodón la tendremos con los tejerines presos. Si la Fiscalía minimiza la acusación, si se cambia el Código Penal para jibarizar las penas por rebelión o sedición y no digamos ya si hay indulto, el gozo de muchos españoles con Sánchez quedará en un pozo. Lo mismo que si le da por cambiar en la Constitución el término “nacionalidad” por el de “nación” en la definición de Cataluña o si accede a consagrar un referéndum de independencia.
Sánchez, y sólo Sánchez, tiene la última palabra. En su mano está decidir cómo quiere que lo retraten los libros de historia. Como un clon del frentepopulista Largo Caballero que pasteleó a base de bien con los independentistas o como un sosias del Felipe González que edificó un partido transversal que hizo muchas menos concesiones a los que quieren romper España que Suárez o Aznar. En política no vale todo. Vivir en La Moncloa es legítimo pero no a cualquier precio. Lo suyo va a ser un vía crucis pero habrá de echar mano de su proverbial baraka y de su innata tenacidad para no implosionar nuestra nación. El buenismo es el peor camino que puede elegir. Sus antecesores hicieron el imbécil con los separatistas pero circulaban por tierra firme. Él se halla en el abismo y debe cruzar al otro lado sobre un finísimo alambre. Tan cierto es que estamos ante un equilibrista de manual como que las tentaciones de rendirse al enemigo serán el pan nuestro de cada día. Que no olvide que los que traicionaron a su patria acabaron condenados a la pena de “degradación nacional”. ¿Quién quieres ser de mayor, querido Pedro, Pétain o Churchill?