Los menas de Sánchez


España, ese país que se desangra en titulares, que recibe premios Nobel por hablar de derechos humanos mientras olvida practicarlos, ha decidido esta semana mirarse en un espejo de una vez y ver que es real el problema de los menas: una niña de 14 años, violada, mientras el Gobierno se entretiene en aritméticas de presupuesto que nunca cuadran y resistir para salvar de los tribunales a la familia. Pero en realidad gobernar, lo que se dice gobernar, gobierna menos que el mayordomo de Downing Street.
Se nos repite que el mundo es de todos, como si fuera un anuncio de Coca-Cola, pero lo olvidan los que nunca han pisado una cola de Cáritas ni un centro de menores colapsado en Canarias, donde la realidad grita que sí, hay fronteras, y que los derechos humanos empiezan por respetar también al vecino, al contribuyente, a esa España acogedora que, por culpa de la incompetencia política, se siente ahora desbordada.
El Reino Unido se marchó de la Unión Europea —Brexit, lo llamaron— precisamente por las mismas políticas migratorias deslavazadas que hoy nos convierten en laboratorio de fracaso. Y aquí seguimos, entre discursos moralistas de Sumar y el resto de socios, con lecciones de ética baratas y la poesía burocrática de Bruselas.
Mientras tanto, Montero, con su famosa ley, ha dejado tras de sí rebajas de condena a violadores con la alegría de quien reparte piruletas en una verbena. La paradoja nacional: un país que cita a Nelson Mandela y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en cada mitin, pero que no sabe proteger a una adolescente de 14 años en su propio suelo.
Sánchez habla de futuro, pero su presente se hunde: corrupción al cuello, presupuestos inexistentes, un Gobierno reducido a tertulia de sobremesa. Los socios de Sumar discuten semánticas mientras Canarias se colapsa y los barrios sienten que ya no hay ni ley ni política seria.
Y por si fuera poco, Sánchez ignoró hasta 37 denuncias del Gobierno de Ayuso contra menas de extrema conflictividad. Treinta y siete veces se encendió la alarma, treinta y siete veces se avisó del incendio, y treinta y siete veces el presidente miró hacia otro lado, sólo porque el aviso venía de una autonomía gobernada por el PP. Esto ya no es humanidad, es crueldad burocrática. Sánchez, por agotar a sus rivales, sacrifica a los ciudadanos en el altar de su estrategia. No es un presidente: es un juglar del engaño sin escrúpulos que juega con las vidas de los demás para prolongar su butaca.
Pero por si todo esto no fuera suficiente, en el reparto de menas, Sánchez ha demostrado una descarada preferencia por sus socios nacionalistas. Mientras comunidades como Madrid, Andalucía y Comunidad Valenciana asumen una carga desproporcionada, Cataluña y el País Vasco han quedado prácticamente exentas. Según el Gobierno, esto se debe al esfuerzo previo de estas regiones, pero la realidad es que se han convertido en zonas de exclusión estratégica. Madrid, por ejemplo, recibirá 647 menores, mientras que Cataluña, con una capacidad de acogida de 2.650 plazas, no acogerá a ninguno, y el País Vasco, con 731 plazas, tampoco.
La política migratoria es necesaria, dura, realista y humanitaria. No es xenofobia, es sentido común: el derecho a la vida incluye el derecho a vivir seguros. No lo dice este humilde opinador: lo dijeron premios Nobel, lo firmaron las Naciones Unidas, lo escribieron con sangre los pueblos que aprendieron que sin orden no hay libertad, y sin frontera no hay independencia.
Hoy España parece resistirse a sí misma: un país noble, abierto y acogedor que pide algo tan elemental como control, control humanitario. Pero se nos da sermón y maquillaje. La España real, esa que algunos escritores describirían con saña y pólvora, ya no espera milagros: espera que alguien coja el timón antes de que acabemos, como siempre, naufragando en nuestras propias miserias.