Letizia y Penélope

Letizia y Penélope

Equiparar a una reina con una ‘vedette’ (término algo anacrónico, pero adecuado en esta tesis) es, cuanto menos, una pirueta equiparable al triple salto mortal. Para que no piensen que esto es un dislate ni una provocación en búsqueda de exclamaciones de ferocidad, aclararé desde este momento que pretendo hacer una loa a dos mujeres, que, para mí, tienen una misma esencia natural, muy auténtica y muy brillante.

Nacidas en el mismo lapso de tiempo, con unos orígenes bastante cercanos –una es nieta de un taxista y la otra hija de una peluquera-, con una educación cimentada en la libertad y la huida de los estereotipos clásicos, estas mujeres han tenido una progresión personal muy parecida. Sus evidentes capacidades superiores, bien arropadas por una seguridad personal casi inquebrantable, han vencido las cumbres de lo imposible. Cada una en su espectro ha llegado a lo máximo, soportando casi a diario las voces roncas de la envidia. Unas voces que no entienden que tratar de oscurecer su gloria y las calidades de sus almas es lo mismo que querer matar la luz del sol a mediodía. Si ellas están, todo lo demás se nubla.

Hace unos días, en la entrega de los premios Goya, resplandecía la mujer madura y serena en la que se ha convertido la actriz aquí aludida. Entregaba el premio estrella de la noche, sabiéndose la gran autoridad en la jurisdicción que es ya su reino: el cine español. Repetía una escena después de veinte años. Aquella secuencia en la que decía el nombre del director que la elevó al Olimpo, con un vestido palabra de honor azul cielo, ha sido parodiada hasta la saciedad. ¡Cuántas veces le habrán hecho repetirla entre burlas sibilinas! Dos décadas después, tras las huellas de un camino bien trazado, de una madurez bien entendida, con la solidez y serenidad que ésta conlleva, la actriz sólo estuvo. Fue suficiente. Premiaban al mismo director e, igualmente, ella era la encargada de anunciarlo. Sin moverse, calló. Y volvió a triunfar con ese nuevo saber estar. Bellísima, llena de luz y de femineidad, grave y rotunda.

Ayer, en la jornada del Congreso, la Reina de España volvió a demostrar que se ha ganado cada una de las puntas de su corona. No hay mayor triunfo que el glorioso vencimiento de uno mismo. Quizás sea ésta la más difícil empresa del valor humano. Es complicado burlar a las propias pasiones, que por más que se intentan domar, tienden a hacer ligeros asaltos del apetito. La fuerte personalidad de nuestra Reina ha tenido esas arremetidas, ¡vaya si las ha tenido!, pero ha podido más su fuerza de voluntad, su sentido de la responsabilidad, su amor por su familia y la proeza que ella ya sabe que ha acometido. Su gravedad, en un cuerpo pequeñito, es absoluta. El ruido de las cadenas de su esclavitud dorada, ésa que tanto le habrá hecho sufrir advirtiéndole de que se resistía a su hermosa libertad, sabe que ha perdido la batalla a la oposición desesperada. Todo está ya perfectamente en su sitio. Su aplomo y su prudencia lo demuestran.

Y ahora vuelvo a la empresa por donde empezó a tomar algún vuelo esta pluma. Espero que perdonéis esta osadía mía, haciendo reflexión sobre el análisis que hay en su trasfondo; y que no es otro que ensalzar el avance majestuoso de dos mujeres que han demostrado que, cuando se nace con una luz tan fuerte, cuando a uno se le entregan capacidades extraordinarias, a pesar de los desasosiegos de los que no les habrá librado nadie, se enseñorea el universo. Estas dos mujeres españolas, fuertes y absolutas, han sabido gestionar sus bienes espirituales y, con disciplina, diligencia y ambición, merecer la obediencia y el reconocimiento general de sus particularidades.

Las dos se han salvado de llamas propias y ajenas. Avanzan triunfales, conocedoras de sus ya inquebrantable estatus. El añejo quietismo no ha ido con ellas. Y si pecaron en algún momento de su pasado, recordemos para suavizarlo las palabras de aquel autócrata: “La salvación se logra con el arrepentimiento. Mas no habiendo pecado, no puede haber arrepentimiento. Pecad, pues, con tal de que no sea por venalidad y que os arrepintáis”. De Meghan, ya si eso, escribiré otro día.

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