25 AÑOS DE LA CONFERENCIA DE PAZ DE MADRID

El conflicto entre israelíes y palestinos espera la «vuelta de España» 25 años después

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La Cúpula dorada y el Muro de las lamentaciones en la ciudad vieja de Jerusalén. (ADP)

«España está, verdaderamente, de vuelta», ha dicho el nuevo ministro de Exteriores en su toma de posesión. Junto al saliente José Manuel García Margallo, Alfonso Dastis ha referido que «tras un año de interinidad le vamos a dar al botón del play». Pero, ¿ha sido sólo un año de interinidad? No son pocas las voces que apuntan a que la política exterior española se ha desdibujado en los últimos años, perdiendo el foco en Iberoamérica, ofreciendo una de cal y otra de arena en las crisis con Rusia, los refugiados… y desapareciendo de Oriente Próximo, donde sólo la presencia militar en Líbano, Afganistán o Irak hace ondear la bandera rojigualda. Pero, ¿y la política?

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Alfonso Dastis, ministro de Exteriores y Cooperación. (Foto: EFE)

La UNESCO, Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, ha sido escenario el último mes de una batalla diplomática mucho más importante de lo que una institución dedicada al patrimonio intelectual de la Humanidad indicaría. Las votaciones del 18 de octubre retrataron a los países, y en algunos casos han señalado su posición en el mundo. ¿Cuánto derecho tiene Israel a gestionar la ciudad vieja de Jerusalén?

La abstención de España en la votación de una resolución que ponía el peso en el hecho palestino de la explanada de las Mezquitas y obviaba el carácter judío de sus propios lugares sagrados dejó a nuestro país en un limbo a pocos días de que se cumpliera el 25 aniversario de la Conferencia de Paz de Madrid. El 30 de octubre de 1991, en el Palacio Real, se sentaron a una misma por primera vez en la historia representantes de Israel y del pueblo palestino y se dio inicio al todavía inconcluso proceso de paz.

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Felipe González, entre George H. W. Bush, Mijail Gorbachov y el resto de delegaciones, en el Palacio Real de Madrid, el 30 de octubre de 1991. (Casa Blanca)

La política exterior española ha dado en Ginebra, sede de la UNESCO, una muestra más de sí que lleva unos años desdibujada, como apunta Francisco de Borja Lasheras, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR, por sus siglas en inglés). A la tradicional posición «junto a los aliados» que han proclamado todos los que han ocupado el puesto de ministro de Exteriores desde la llegada de la democracia –sobre todo, desde que tuvimos «aliados», al entrar en la OTAN y la entonces Comunidad Económica Europea– se ha añadido cierto repliegue hacia preocupaciones interiores del que ha hecho gala el último Gobierno: la crisis económica que golpeó a España brutalmente y problemas internos como el desafío independentista catalán han centrado las preocupaciones del Ejecutivo. Pero entretanto, y por mucho empeño que haya puesto el ya ex ministro García Margallo en numerosas causas, la prioridad no era fijar posición.

Eso contrasta con el papel clave que siempre ha jugado España en la región, por su especial sensibilidad de país que es fruto de «las tres culturas», cristiana, árabe y judía, y por su posición geoestratégica. No sólo Madrid fue la ciudad elegida por el Gobierno de Estados Unidos para ser sede de esa cumbre imposible, también la UE eligió durante años a un español como enviado de la Unión a la región, Miguel Ángel Moratinos.

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Miguel Ángel Moratinos, ex enviado de la UE para Oriente Próximo.

El «conflicto» es el nombre que ambas partes le dan a una guerra latente que de vez en cuando estalla entre Israel y países del entorno o con los propios palestinos. Según Haizam Amirah Fernández, investigador del Real Instituto Elcano, uno de los errores que se cometieron en ese inicio del proceso fue que «se plantearon desde aquel 1991 unas negociaciones teóricamente de igual a igual pero en la práctica hay una asimetría de gigantescas proporciones».

Pero, ¿cómo se llegó a sentar a los representantes políticos de un «terrorista», como calificaban todavía –y quizás hoy muchos también– a Yasir Arafat los israelíes y a un Gobierno de Israel encabezado por un ‘halcón’ como Isaac Shamir? «La determinación principalmente vino de la administración estadounidense, del presidente George H. W. Bush»., recuerda Amirah Fernández. Tras la Tormenta del desierto –la operación relámpago que expulsó a las tropas iraquíes de Kuwait–, liderada por EEUU, Bush proclamó el inicio de un «nuevo orden mundial», en el que su país ejercería el liderazgo absoluto.

Y es que el contexto internacional así lo anunciaba. Caía la Unión Soviética, entre golpes de Estado y proclamaciones de independencia unilaterales de sus repúblicas, la Europa del Este empezaba a pedir que se la denominara «Europa central» al tiempo que sus gobiernos comunistas eran depuestos en revoluciones más o menos pacíficas y, así, «la Administración republicana de Bush tuvo esta visión», apunta el investigador del Instituto Elcano, «e invirtió mucho capital político para forzar a las distintas delegaciones a asistir a la Conferencia de paz de Madrid. Sobre todo a la israelí de Shamir».

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La ciudad vieja de Jerusalén, desde el Monte de los Olivos. (ADP)

Además, Oriente próximo vivía una época de transición, «entre el fracaso del ‘panarabismo’ liderado por Nasser desde Egipto, hacia un ‘panislamismo’, el islam como identidad básica del individuo», opina Gabriel Ben Tasgal, experto en Oriente Próximo y en terrorismo yihadista. «La revolución islámica de Irán de 1979, la victoria talibán sobre la invasión soviética de Afganistán… Ambos fenómenos transmitieron un ‘¡se puede!, ¡pero de la mano del islam!’ a las sociedades de la región».

Isaac Shamir era el primer ministro israelí. Miembro del ala dura del derechista Likud, este ex miembro del Mossad había demostrado en numerosas ocasiones su inquebrantable concepto de «primero Israel» por la supervivencia de un Estado proclamado en 1948 entre el Mediterráneo al oeste y los enemigos al sur, al este y al norte: todos los países árabes. «Como todos los gobiernos israelíes, querían negociaciones cara a cara sin interferencias, se temían posibles injerencias de los soviéticos», apunta Masha Gabriel, periodista experta en Oriente Próximo, «pero las presiones a Shamir fueron suficientemente fuertes y terminó por acceder».

Aquellas dos oportunidades

Desde aquel 30 de octubre han pasado 25 años en los que, en al menos dos ocasiones, la paz ha estado a una firma de distancia. Porque mientras en Madrid se asentó la idea de «paz por territorios» y se mantuvo el foro público, delegaciones de ambas partes celebraban encuentros bajo el patrocinio secreto del Gobierno noruego que desembocaron en los Acuerdos de Oslo. Ese texto ponía en letras escritas lo que nunca se había pronunciado siquiera de palabra públicamente: el establecimiento de un «gobierno autónomo para los palestinos en los territorios de Gaza y Cisjordania». Además, admite por primera vez el asunto de los refugiados palestinos como una de las materias que ambas partes se obligaban a negociar en el futuro.

Lior Haiat, actual cónsul general israelí en Florida (EEUU), apunta que ése es el principal escollo cada vez que las negociaciones están a punto de llegar a puerto. Porque tras la oportunidad fallida de Oslo –que no obstante le valió el Nobel de la Paz al palestino Arafat y a los israelíes Isaac Rabin, primer ministro, y Shimon Peres, ministro de Exteriores–, todo el mundo recuerda el segundo globo que se pinchó: la escena televisada de Camp David en la que, al abrazo de un Bill Clinton que quería cerrar su presidencia en EEUU con un éxito internacional, Ehud Barak, ex general y jefe laborista del Gobierno israelí, y Yasir Arafat, ex terrorista y presidente de la incipiente Autoridad Nacional Palestina (ANP), parecían dos viejos amigos cediéndose el paso en la puerta de la residencia presidencial de Camp David (Maryland).

«La clave es la solución de dos Estados, sí , pero con ‘apellido’. Es decir, dos Estados para dos pueblos», apunta Haiat. «Los palestinos tienen que hacerse cargo de sus refugiados, como lo hemos hecho los israelíes con todo el pueblo judío expulsado de sus países en estos años».

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Bill Clinton, Yasir Arafat y Ehud Barak, en Camp David, en el verano de 2000.

Lo que señala Haiat tiene sentido. Si los aproximadamente seis millones de palestinos diseminados por diferentes países vecinos en calidad de refugiados reclamaran su derecho a regresar a las tierras en las que residían antes de las guerras árabe-isralíes «tendríamos un Estado palestino en Gaza y Cisjordania y un estado israelí con mayoría de población palestina. Y eso sería el fin de Israel como patria de los judíos».

Entonces, ¿dónde está la solución? Según uno de los líderes de los colonos israelíes en Cisjordania, no la hay: «El problema es que los dos bandos tenemos razón, nuestros libros sagrados nos dicen a judíos y palestinos que ésta es nuestra tierra», apunta, «pero nosotros ganamos la guerra; y el nombre hebreo de Cisjordania es Judea y Samaria. No hay nada más judío que Judea».

Desde el lado israelí se sostiene que todo reside en una falta de confianza, y en la certeza de sus sucesivos gobiernos en que «no hay una autoridad del lado palestino, del lado árabe en general, que reconozca la legitimidad del Estado de Israel a existir», como apunta –en una entrevista con OKDIARIOel embajador de Jerusalén en España, Daniel Kutner. «Así es imposible que se nos exija que cedamos territorios, porque pondríamos a nuestra población en peligro». Este es uno de los motivos alegados por los sucesivos gobiernos israelíes para no avanzar en las negociaciones: «seguridad» es la palabra más repetida por Benjamin Netanyahu cuando se refiere al «conflicto».

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El capitán David, del ejército israelí, en la frontera de Gaza. (ADP)

Pero ésa es sólo una visión centrada en legitimidades milenarias que un judío argentino-israelí como Ben Tasgal no comparte: «Para la mayoría de los israelíes el conflicto es por tierras. Si se entregan tierras sobre las cuales los judíos consideran poseen derechos entonces debería llegarse a un acuerdo. Pero para la mayoría de los palestinos el conflicto es religioso. La dialéctica palestina es religiosa, la incitación a la violencia es religiosa y la concepción del estado del pueblo judío es bajo una lupa islámica».

«La clave no es haber ganado una guerra, sino ganar la paz», apunta Amirah Fernández: «Los libros sagrados se utilizan para justificar las políticas concretas, pero a lo largo de la historia esas posiciones van cambiando aunque los libros sagrados sigan diciendo lo mismo». Y aunque ésta no parezca el futuro inmediato para Oriente Próximo, «hay tantas incertidumbres en la región que nada se puede dar por hecho».

La presencia de un autodenominado Estado Islámico con carácter fundamentalista medieval, la metástasis del ISIS en el norte de África, la ‘guerra fría’ entre chiíes y suníes librada a bombazos en Yemen, las intervenciones estadounidense y rusa en la guerra de Siria, cada uno por sus intereses, el acuerdo nuclear que abrió el año pasado Irán al mundo, la influencia del país de los ayatolás en Hizbolá o en Hamas… todo son elementos que influyen directamente sobre el único país con valores y concepción de democracia occidental en la región.

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Netanyahu y Obama en la Casa Blanca en noviembre de 2015. (Foto: AFP)

El Gobierno Netanyahu parecería estar aprovechando las circunstancias para poner más difícil la solución: nuevas construcciones en los asentamientos judíos de los territorios palestinos se unen, como chinas en el zapato, a un camino que para recorrerlo debería poner a cada lado del muro cisjordano a un líder audaz, legitimado por un mandato de su pueblo –cosa que hoy no es posible con Mahmud Abbas tras 10 años sin elecciones democráticas palestinas– y con aliados en cada bando dispuestos a apoyar no sólo que haya negociación, sino lo que salga de ésta.

«Lo que parece muy evidente», concluye Amirah Fernández, «es que los enormes problemas políticos y económicos de la región no los van a resolver las soluciones militaristas», que son las únicas que se implementan hoy día desde Siria hasta Yemen y desde Afganistán a los territorios palestinos. «Y el problema es que el terrorismo en la región no sólo es una amenaza, sino un síntoma de muchas cosas que se han hecho mal, desde dentro y desde fuera: invasiones, apoyo a autoritarismos que siembran frustración en las sociedades, apoyo a regímenes que favorecen interpretaciones extremas religiosas…»

Todo esto ha virado el foco, como en la política exterior española. Ya no hay urgencias internacionales por resolver el «conflicto», porque hay otros más urgentes y sangrientos. Y, si bien están imbricados, desde 1948 no ha habido un momento en que la pujante y poderosa Israel tenga menos prisa ni motivaciones para mover un dedo por una solución pacificadora. Si España ha vuelto verdaderamente –y ahora que ocupa un sillón en el Consejo de Seguridad de la ONU–, ese regreso puede empezar por lo que más conocemos y donde hemos sido actores protagonistas hasta hace poco. Al fin y al cabo, después de Tierra Santa, los reinos de la Península Ibérica es donde más tiempo han convivido las tres religiones.

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