La tierra quemada

Finaliza el curso político, que en España es también el judicial, el parlamentario, incluso el moral, y se abre el entreacto estival. Agosto, cada vez menos ferragosto, aparece como ese paréntesis donde todo parece detenido, suspendido en un calor que no consigue calmar la temperatura emocional del país. Se diría que solo se espera la nueva batalla campal de septiembre, como si la crispación fuera el combustible natural de nuestra vida pública.
Más allá de balances triunfalistas o relatos propagandísticos, lo cierto es que el ambiente emocional de fondo es de desolación cívica. No hay suelo compartido. La confrontación política ha alcanzado una temperatura insostenible, no ya entre partidos sino entre ciudadanos. Se ha cancelado la posibilidad misma del diálogo de Estado, de cualquier consenso que implique generosidad, altura o estrategia de país. Prima la lógica del sálvese quien pueda, la irresponsabilidad estructural del que solo responde ante su tribu o su consigna.
Y en esto, la figura del actual Presidente del Gobierno, atrincherado en un discurso sin matices, armado con la escopeta verbal del progresismo declamado, no invita a pensar en una rectificación. Más bien parece decidido a practicar una vieja táctica militar: la de la tierra quemada. Que no quede campo fértil tras la contienda. Que nadie pueda levantar nada si no es bajo su sombra o su relato.
La descomposición institucional no se disimula ya. La voladura de los consensos, incluso de las convenciones no escritas que sostenían el frágil andamiaje de la democracia parlamentaria, avanza sin freno. El ruido sustituye al pensamiento. La deslealtad se disfraza de resistencia. Y la mediocridad ha ocupado el lugar de la reflexión. El corto plazo manda y la política se ha vuelto un reality corrosivo.
Como penúltimo episodio (nunca el último, porque en España todo escándalo dura apenas 48 horas), se suceden los falseamientos de currículos entre dirigentes públicos. Que si un máster que no era tal, que si un doctorado sin tesis, que si una licenciatura por ósmosis. Más allá de la anécdota, revela un dato mayor: el nivel. Y peor aún: la doble vara de medir. Porque según de quién se trate, el pecado es venial o imperdonable. La ética, como el relato, también se subcontrata.
Pasarán los gobiernos, se apagarán las oficinas de imagen, los asesores volverán a la sombra de donde nunca debieron salir. Pero costará que la historia —la de verdad, no la editorializada— no describa este periodo como la era de la tierra quemada. Sin épica, sin honor. Y con las brasas aún humeantes en el patio trasero de la democracia.