Confinamiento voluntario contra Macron

Se ha cumplido un año de la genial maniobra de Emmanuel Macron después de que en las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2024 la lista de la Agrupación Nacional quedase primera, con el doble de votos que la segunda, la de su movimiento: disolución anticipada de la Asamblea Nacional semanas antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París.
Las nuevas elecciones convirtieron a las izquierdas reunidas en el Nuevo Frente Popular en el grupo mayoritario de la cámara baja del Parlamento, con casi 200 escaños. Para aprobar leyes polémicas y rechazar mociones de censura, los sucesivos primeros ministros de Macron dependen de los 125 diputados de Agrupación Nacional. El programa de reformas radicales que prometió aplicar Macron cuando ganó las primeras elecciones presidenciales, en 2017, vuelve a avanzar a trancas y barrancas.
Quien es primer ministro desde diciembre, el europeísta liberal François Bayrou, calentó el verano con el anuncio de un plan de ahorro de 43.800 millones de euros con el objetivo de reducir el déficit público a un 4,6% en 2026. Bayrou, uno de los políticos profesionales franceses más conspicuos, no ha usado las tijeras para rebajar, por ejemplo, el gasto en cooperación internacional, ni los privilegios de la partitocracia, ni el derroche en burocracia.
Para septiembre, cuando el plan de ahorro entrará en la Asamblea, el Gobierno se encontrará con la oposición de Jordan Bardella (RN) y Jean-Luc Mélenchon, líder de la Francia Insumisa. Además, éste y sus aliados rojos y verdes preparan otra moción de censura (Bayoru se ha enfrentado ya a ocho), que sólo podría triunfar si la apoyase la derecha identitaria.
Por último, ha surgido en Telegram, Tik-Tok y X un movimiento que propone parar el país entero a partir del miércoles 10 de septiembre, que es la fecha de reanudación de las clases escolares. Bajo la etiqueta “Bloquons tout!”, sus impulsores piden que no se vaya a los colegios, institutos y facultades, que se suspendan viajes en tren y avión y que no se compre nada. Un confinamiento voluntario, como lo definen algunos de sus convocantes. O, dicho de otra manera, una huelga general, una más de las docenas que han vivido los franceses desde el estallido de 1995.
Como sucede en esta Europa de libertad en que vivimos, inmediatamente el Estado puso a sus servicios de información y policiales a investigar a los promotores. La República no es capaz de controlar la inmigración ilegal ni de desarticular las mafias del tráfico de drogas y de personas, pero se afana en vigilar a los ciudadanos desobedientes.
¿Servirá de algo la protesta? Los acontecimientos recientes demuestran que los franceses protestan en las calles mucho más que los españoles o los alemanes, pero que luego votan igual que ellos. Y aquí la válvula de seguridad es la izquierda, incluso la que se presenta como extrema izquierda o, en Francia, insumisa.
Cuando la izquierda comprobó que no podía controlar el movimiento de los “chalecos amarillos”, lo estigmatizó como de extrema derecha y sus sindicatos y mamporreros del llamado Black Block colaboraron en su anulación con el Estado. La Policía, por su parte, desplegó una violencia inaudita contra los participantes en este movimiento, que eran desde agricultores a jubilados.
Esta misma izquierda iracunda ha votado en las dos últimas elecciones presidenciales por Macron, el empleado de la Banca Rothschild que ha reducido las pensiones y alargado la edad de jubilación, porque era la única manera de parar “al fascismo de Le Pen”.
El riesgo más obvio consiste en la aparición de los habituales agitadores profesionales de extrema izquierda envueltos en banderas palestinas, que son omnipresentes en las calles del país desde la invasión de Gaza por el ejército israelí, con lo que se expulsaría a los ciudadanos normales.
Entre manifestaciones, mociones de censura, subidas de impuestos y cordones sanitarios, Francia se mantiene bloqueada. Los franceses están tan hartos que muchos de ellos celebraron las bofetadas que Brigitte Macron propinó a su marido. No era violencia de género, era “jarabe democrático”, que se traga y olvida antes de llegar a las urnas.