Sánchez se mira al espejo y ve a Franco

Opinión de Eduardo Inda

Que hace 25 años existían más democracias en el mundo que en la actualidad no es un dato que un servidor se haya sacado de la manga, obviamente lo he extraído de varios estudios que han analizado el devenir de los regímenes políticos imperantes en los 195 países que conforman el mapamundi. Un dato triste y no menos preocupante porque el número de naciones que opta por líderes duros no sólo no periclita sino que va in crescendo y no precisamente a velocidades aritméticas. La gente prefiere muchas veces seguridad y orden antes que una libertad que en no pocas ocasiones deriva en libertinaje. Triste paradoja de un mundo en el que la democracia debería ser una imparable moda y no una antigualla demodé.

Lo peor de todo es que a las dictaduras muchas veces las llamamos autocracias porque se siguen celebrando elecciones, que no son totalmente libres ni desde luego justas. En Rusia se celebran comicios universales y no por ello podemos concluir que sea una democracia ni muchísimo menos. Putin es un asesino, un dictador y un consumado maestro en el arte del pucherazo. Tres cuartos de lo mismo acontece en Turquía, con ese Erdogan bajo cuya apariencia de viejito venerable se esconde un fulano más malo que la quina, y claramente en esa Venezuela en la que Nicolás Maduro robó las elecciones de 2024 con la misma cara con la que el estafador callejero le endosa un boleto de lotería premiado al primer pardillo que pasa por allí. África está plagadito de tiranías con revestimientos democráticos, en Asia pasa tres cuartos de lo mismo (con la hermana Filipinas como triste remedo de lo que fue o pudo ser y ya no es), en Oriente Medio la libertad ni está ni jamás se la ha esperado y en los estados de influjo ruso los putines de la vida están a la orden del día. Lo de Sudamérica merece capítulo aparte porque las satrapías comunistas y narcoautocracias como la mexicana hacen furor en la región.

Que la democracia, lo que el wokismo totalitario denomina «democracia liberal» para denostarla, va cuesta abajo y sin frenos es una triste realidad que debería hacer pensar a unas élites acostumbradas a engañar sin que les pase nada porque les reeligen, que roban impunemente, que han empobrecido hasta la saciedad a las nuevas generaciones y han transformado sus países en auténticos coladeros de inmigración ilegal en los que la sharía impera en numerosos barrios haciendo trizas los derechos humanos más elementales.

Nos salva el hecho de formar parte de la Unión Europea, si no, estaríamos más cerca de Venezuela que de Dinamarca, Holanda, Suecia o Alemania

España no constituye, ni mucho menos, la excepción que confirma la regla. El presidente menos votado de la democracia, Pedro Sánchez, es un hijo de su tiempo y también, por qué no decirlo, del egoísmo de un Mariano Rajoy que prefirió dejar paso al marido de Begoña Gómez antes que ceder el testigo a la diabólica Soraya, a la sensata Ana Pastor o a la más sólida de las tres, María Dolores de Cospedal. «No tengo por qué dimitir, no he hecho nada, hacerlo sería tanto como reconocer que soy un corrupto», era su letanía en esas 48 horas en las que no quiso atender a razones olvidando que a los personajes con mayúsculas se les mide más por sus grandes renuncias que por sus grandes gestas.

La España sanchista no es la única nación occidental en la que se persigue o se asfixia económicamente a los medios libres, en la que se asalta el poder judicial sin contemplaciones y en la que se emplean medios públicos para asesinar civilmente a adversarios políticos. Tan cierta es esta última aseveración como que ningún presidente o primer ministro de nuestro entorno ha llegado tan lejos como el inquilino de La Moncloa. Nos salva el hecho de formar parte de la Unión Europea, si no, estaríamos más cerca de Venezuela que de Dinamarca, Holanda, Suecia o Alemania. No es una hipérbole sino mera constatación de la realidad.

Un premier tan corrupto como Pedro Sánchez resulta genuino producto de regímenes despóticos. En naciones libres un tipo con tanta basura a su alrededor estaría hace tiempo en el hotel rejas o en casa a la espera de juicio. Tampoco es propio de un régimen de libertad como Dios manda un presidente que, sin solución de continuidad ni disimulo alguno, alumbra una ley para abolir la acusación popular que mantiene imputada por cinco delitos a su mujer.

Como tampoco existen ejemplos en la Unión Europea de líderes políticos que intenten cargarse la judicatura para poner a su brazo jurídico, la Fiscalía, a investigar los casos penales precisamente en el momento en que los magistrados ponen contra las cuerdas a su pareja y su hermanito. Sólo en sistemas totalitarios el poder escudriña legalmente las mangancias del poder y sistemáticamente con idéntico resultado: la inocencia. La separación de poderes, el check and balances del mundo anglosajón, es consustancial a un sistema que se las da de democrático. En España constituye una especie en vías de extinción.

Tampoco en ninguna democracia digna de tal nombre un primer ministro tiene de socios de gobernabilidad a terroristas que asesinaron a 856 compatriotas, dejaron malheridos a miles y provocaron el éxodo de cientos de miles en una suerte de limpieza política que se asemeja a las étnicas de la Yugoslavia de los 90. Tres cuartos de lo mismo sucede con los instrumentos del Estado: Isabel Díaz Ayuso, víctima según sentencia judicial del autócrata, no exageraba un pelo cuando declaró el viernes que lo ocurrido con su novio «es propio de dictaduras”» Emplear los resortes del poder para matar civilmente a un rival por familia interpuesta es habitual en Venezuela, en Rusia, en Corea del Norte y en las dictaduras bananeras pero no en un Estado de Derecho. Más que nada, porque al líder de una democracia de calidad ni se le pasaría por la cabeza semejante tropelía. Que hay motivos para la esperanza lo demuestra el hecho de que el Tribunal Supremo no ha tomado a beneficio de inventario una acción mafiosa que sólo concebirían Putin, Mohamed Bin Salman o Maduro pero no Macron, Merz o un mandamás escandinavo.

Entre tanto, cada vez hay más españoles a los que les mola Franco. Las tropeciencias encuestas que se han publicado a cuenta del medio siglo de la muerte del dictador ferrolano certifican que los valores democráticos también están en decadencia por estos pagos. Las hay para todos los gustos y de todos los colores si bien todas ellas reflejan los mayores porcentajes de apoyo popular a la dictadura de los últimos 25 años. Entre el 25% y el 35% de los españoles —estos datos tan dispares confirman que la demoscopia patria es un chiste— respalda un franquismo que, increíblemente, cuenta entre los jóvenes su mayor caladero de fans. De un 24% a un 41% —la broma demoscópica continúa— de los menores de 35 años se muestra favorable a regímenes autoritarios, tal y como atestiguan los estudios publicados.

Por mucha diferencia que haya entre unos y otros análisis de opinión una cosa está clara: el autoritarismo cuenta cada vez con mayor número de adeptos. Una terrible tendencia. Inequívoco fruto de un guerracivilismo resucitado por el frívolo de Zapatero y elevado a la enésima potencia por Pedro Sánchez. Ambos olvidaron que la concordia de la Transición fue posible gracias a que unos y otros, ganadores y perdedores de la Guerra Civil, miraron hacia adelante olvidando las cuitas de un pasado que no era precisamente para presumir. Lo entendió mejor que nadie el gigantesco Adolfo Suárez, lo respetó escrupulosamente el incomprendido Calvo-Sotelo, lo aplicó como buen hombre de Estado que es Felipe González y José María Aznar cumplió igualmente a rajatabla el guión consciente de que la España constitucional es lo mejor que hemos hecho en 500 años de historia. Zapatero preparó la dinamita y Sánchez hizo saltar el edificio institucional por los aires.

El guerracivilismo sanchista es tan estúpido como la añoranza de la América sudista que algunos tarados practican en los Estados Unidos. Remover las cenizas sólo sirve para enfrentar a unos españoles con otros. Prostituir la historia cabrea a los españoles con dos dedos de frente que saben perfectamente que la contienda que padecimos de 1936 a 1939 fue una guerra de malos contra malos. Ni más ni menos. Franco no era San Francisco de Asís ni Pasionaria Teresa de Jesús y el megaasesino de Carrillo se parecía a Vicente Ferrer pero sólo en el blanco del ojo. Todos ellos mataron al que discrepaba, lo cual les hace acreedores de nuestra más absoluta repugnancia moral. Y prohibir el culto al franquismo es tan totalitario como lo que hacía el general gallego con socialistas, comunistas y miembros de esa Tercera España que abjuraba de los unos y de los otros. ¿Por qué hay más españoles que hace 25 años a favor del franquismo y por qué tantos jóvenes secundan un régimen que ni siquiera sus padres vivieron? Muy sencillo: en psicología se llama «el atractivo de lo prohibido». Dime qué me prohibes hacer que inmediatamente lo haré. Una acción-reacción tan vieja como el mundo.

La Ley Bolaños, la Ley Begoña, el chavista intento de colar jueces ful por la puerta de atrás y ese Registro de Medios que es una increíble pero cierta copia del que fabricó la dictadura demuestran que Sánchez quiere ser Franco. Esta última iniciativa censora se engloba en el Plan de Acción por la Democracia. En esto nuestro protagonista no es diferente a los Maduro de turno, que siempre cuelan la palabra «democracia» o «libertad» en cualquier medida despótica que implementan. Tan meridianamente claro tengo todo esto como que si puede no sólo estará los 13 años y medio que permaneció Felipe en Moncloa sino más bien los 36 que Franco vivió en El Pardo.

Lo peor de todo es que el pollo lleva el franquismo en la sangre, al menos una cuarta parte de sus genes lo son. Inequívocamente. El descubrimiento esta semana en OKDIARIO del abuelo desconocido, Mateo Pérez-Castejón, progenitor de Magdalena, su madre, revela mucho acerca de la psique del presidente. Desertó del Ejército de la República, pasó al bando nacional y fue condecorado por Franco. Lo pudo decir más alto pero no más claro: «Me he alistado con los nacionales para servir a la auténtica España». Sánchez habló en varios mítines de su abuelo murciano pero olvidó confesar un detalle no precisamente menor: que fue legionario a las órdenes del dictador.

A Sánchez le traiciona el subconsciente: quiere ser como ese Franco al que el abuelo Mateo admiraba babosamente. Lo de menos es dónde y cómo. Quiere mandar sin contrapesos aunando en su persona todos los poderes del Estado, eternamente y a ser posible morir en la cama ejerciendo el rol de caudillo de España. Si nuestro primer ministro hubiera nacido hace 130 años a buen seguro que habría liderado la sublevación del 18 de julio de 1936 como hizo el ídolo de su familia. Y si viviera en la Italia de los años 30 o en la Corea del Norte de los dosmiles ya saben ustedes quién le hubiera molado ser.

Lo de menos es una ideología que a Sánchez le sirve como instrumento y argumento para okupar el poder, él no es socialdemócrata sino sanchista de la misma manera que Franco no era falangista sino franquista, lo de más es mandar sin que le tosa nadie. El marido de la pentaimputada Begoña piensa que lo único que cuenta en democracia es la voluntad de la mayoría, que afortunadamente es la que pone y quita gobiernos, pese a que él haya perdido tres de las cinco elecciones a las que se ha presentado. Empezando por las últimas y terminando por las primeras en 2015. Nuestro Franquito olvida que el valor supremo de un país en libertad, lo que lo distingue de otro dominado por el despotismo, es el imperio de la ley. Una Justicia que nos pone a todos en nuestro sitio. Que no todo está perdido quedó demostrado el jueves con una sentencia del Tribunal Supremo que dice ¡basta ya! al indiscriminado abuso de poder de este Franquito posmoderno que a buen seguro estará haciendo las delicias del abuelo Mateo en el más allá.

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