Retrato de un político

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Harta de ver políticos propensos a la bronquitis, de esos que tienen aspecto de no salir de casa si hace mucho frío, abrigados con batín grueso y gorro de lana, es de recibo jalear el garboso pisar del político aquí plasmado. Las cosas no van bien en España, ni en verano ni en invierno.

El individuo a retratar no está coronado ni por el encanto ni por la gracia, sin embargo su paso es triunfal. La autoridad y la solidez de sus principios conforman un pilar tan firme como difícil de derribar. Está halagado por el ruido del éxito, que le consagra frente al papanatismo de guardarropas, de tramoyista, de otros políticos que para lo único que están diseñados, en todo caso, es para sentarse en la primera fila de butacas, en absoluto para subir al estrado.

Dueño de un gran sentido práctico, su pensamiento está orientado hacia el futuro. Algo que parece lógico, pero que no lo es, a tenor de la última maniobra llevada a cabo por el actual presidente en funciones. De rica vena, fluida y varia, ponderando su naturalidad, es inagotable el caudal de sus recursos en cualquier situación.

Su corazón es el receptáculo de la devoción, la abnegación y el sacrificio. De mirada concentrada, de porte aristocrático, de humor selecto, de formas impecables, este hombre de leyes parece que en cualquier momento va a relajar el tono de voz para susurrar: «No tenga miedo, madame, yo la liberaré». Las falsamente denominadas feministas ahora se me tirarían encima, cual leonas hambrientas; por suerte para mí, no creo que ninguna repare en este texto. Estas hembras se morirían si tuvieran que ser inteligentes en silencio, en sí, para sí.

Gesticula lo justo –y mucho es-, contempla con distancia, lo que provoca cierta indignación colectiva; halagadora, muy halagadora, en cualquier caso. Obras como ‘El mal de amores’ o ‘El cabo primero’, que fueron protestadas estrepitosamente la noche de sus estrenos, han sido después representadas miles de veces con teatros llenos hasta la bandera. De la primera de ellas, no hablaré, aunque bien me gustaría saber; de la segunda, sólo diré que es una pista definitiva.

Es buen guerrero, hombre reclutado entre la heterogénea y absurda fauna política de los barrios extremos que conforman nuestro actual mapa político. Nuestro hombre, o el mío en este caso concretísimo, es un alarde de buen gusto. Le imagino brindando con un fino y sonoro cristal por su ascendente triunfo el próximo domingo. Luego, mientras el resto apure el café y el coñac, dirá que tiene que madrugar, porque el deporte es una prioridad y debe seguirle una ducha de agua fría para ostentar el mando del orden, eso tan aburrido, pero tan necesario.

Tiene en su haber, o al menos eso predica, lo que Alfonso Ussía, en su célebre obra ‘Sopas bobas y pesebres’, declaraba en verso: «Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que no quiero para ti/ lo que para mí no quiero». Añadiría que él ya lo sabía, lo intuía, lo había sabido desde de siempre. No quiero exagerar, ni mucho menos dramatizar, es de todos sabido que en España somos más ridículos que trágicos. Todavía persiste la sonrisa, así como la alternancia entre la silenciosa inteligencia y la ligera melancolía.

Incógnito y admirado aspirante a líder, sabes que eres tú. «¡Sí, señora; y agradecido!». Pues todo perfecto.

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