Un albañil con experiencia habla sin tapujos de lo que cobra en la obra: «Antes ganaba 3.000 o 4.000 euros, ahora…»
"Hoy, con lo que te pagan, no te llega ni para alquilar un piso decente", asegura


Durante décadas, ser albañil y trabajar en la construcción era sinónimo de estabilidad. Miles de familias vivían dignamente gracias sueldos generosos, oportunidades de ascenso, y la satisfacción de construir con tus propias manos algo que permanecería por generaciones. Pero ese escenario ha cambiado radicalmente. Hoy, levantar una pared, poner ladrillos o cargar sacos se ha convertido en una labor física extenuante mal pagada, poco valorada y sin relevo generacional a la vista.
El envejecimiento de los trabajadores, la falta de jóvenes que quieran entrar en el oficio y los sueldos que apenas superan el mínimo interprofesional han dejado a este sector en una situación crítica. Aunque el país sigue necesitando casas, parece no tener suficientes manos dispuestas a construirlas. ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Qué ha provocado que ser albañil, una profesión antes respetada, se haya convertido en una de las más castigadas?
La opinión de un albañil sobre el sector de la construcción
Pascual, un albañil con más de 30 años de experiencia, lo tiene claro: el oficio ha perdido todo el atractivo que alguna vez tuvo, tal y como ha revelado en la entrevista realizada por el influencer Adrián G.Martin. Este jefe de obra, hijo también de albañil, no se guarda nada al hablar de lo que significa ser obrero de la construcción hoy en día. «Antes te podías sacar 3.000 o hasta 4.000 euros al mes sin ser jefe de nada. Ahora, con suerte, cobras 1.200. Y eso si estás fijo y no te faltan días de trabajo», explica con resignación.
El contraste entre lo que fue y lo que es resulta evidente. Las condiciones físicas siguen siendo igual de duras , pero el salario ya no compensa el esfuerzo. Pascual recuerda cómo se construían viviendas enteras en semanas, con un equipo reducido y bien coordinado, mientras los sueldos permitían ahorrar, tener una casa propia o incluso mandar a los hijos a la universidad. «Hoy, con lo que te pagan, no te llega ni para alquilar un piso decente», sentencia.
Trabajo físico invisible y mal valorado
Más allá del dinero, lo que más duele a estos trabajadores es la falta de reconocimiento. «Aquí estamos desde las 7 de la mañana, en invierno con el frío calando los huesos y en verano bajo un sol que te revienta. Mueves 50 sacos de 25 kilos cada uno, pasas todo el día doblado, en cuclillas, subiendo y bajando. Y nadie lo ve», dice Pascual, mientras señala a sus compañeros en plena faena. «Las rodillas y la espalda no perdonan. Yo ya tengo dos hernias y me aguanto con calmantes, pero a esta edad, ¿dónde vas a ir?».
¿Dónde están los jóvenes?
Uno de los grandes dramas del sector es la ausencia casi total de nuevas generaciones. La mayoría de los que hoy trabajan en obras superan los 40 o 50 años. «Los chavales no quieren saber nada de esto. Prefieren trabajos más cómodos, con aire acondicionado y sin cargar peso. Y lo entiendo. Si yo tuviera 20 años y viera lo que hay aquí, tampoco me metería», reconoce Pascual.
En su cuadrilla, la mayoría son inmigrantes. «Viene mucha gente de fuera, que está dispuesta a trabajar duro porque necesita salir adelante. Pero la gente de aquí ya no quiere. No hay relevo. No hay ganas». Esto provoca que cada vez haya menos personal cualificado, lo que a su vez baja la calidad del trabajo y dificulta la transmisión del conocimiento práctico.
El problema de aprender un oficio
Pascual recuerda cómo él empezó siendo un crío, trabajando de peón sin cobrar apenas nada, sólo para aprender. «Antes te dejabas los codos para que un oficial te enseñara. Ahora nadie quiere pasar por eso. Los jóvenes quieren empezar cobrando como si fueran oficiales, pero no saben ni cómo se agarra una llana».
El sistema tampoco ayuda. Las empresas no tienen incentivos para formar a nuevos obreros, y contratar a alguien que aún no rinde puede suponer más pérdidas que beneficios. «Entre la seguridad social, los seguros y todo lo que implica tener un empleado, si no produce desde el primer día, no te sale a cuenta», explica Pascual. Así, el círculo vicioso se perpetúa: nadie enseña porque nadie quiere aprender, y nadie quiere aprender porque no hay condiciones dignas.
A pesar de todo, Pascual no pierde del todo el entusiasmo por su oficio. «A mí me gusta lo que hago. Me gusta ver cómo algo que empezaste de cero toma forma. Saber que lo que construyes va a durar años. Eso no te lo da cualquier trabajo», afirma. Pero la pasión no paga facturas. Ni cura dolores de espalda.
Por eso, su mensaje es claro: o se dignifica este oficio o desaparecerá. «No somos menos que nadie. Sin albañiles no hay casas, ni colegios, ni hospitales. Pero parece que sólo servimos para ensuciarnos las manos. Nos miran por encima del hombro, y eso tiene que cambiar».