Entre todos la mataron…
…y ella sola se murió”. No tengo claro si el español de a pie es consciente de cómo se ha conculcado y herido de muerte a la justicia y, por ende, al Estado de Derecho. Y de ello son responsables los partidos y la propia institución judicial. Todos han contribuido tanto a “judicializar la política” como a “politizar la justicia” con la meta de controlar a quien debe ser controlador. La principal característica de una democracia es el gobierno del pueblo a través de sus representantes, con el objetivo del bien común. Una democracia “viciada” o únicamente “formal” es aquella en la que el poder político intenta controlar los tres poderes. Los constantes atentados a la independencia del poder judicial, propiciados en numerosas ocasiones por éste mismo, suponen una flagrante violación de los derechos fundamentales constitucionalmente protegidos.
Se hace necesario denunciar que el poder político, de uno u otro signo, legisla con el objetivo de controlar la justicia, ha dilapidado el principio de presunción de inocencia, somete a nuestros tribunales a constantes deficiencias presupuestarias desembocando en el actual colapso de nuestros juzgados, utiliza vergonzosamente las filtraciones de los sumarios como medio y forma de hacer política y controla una Fiscalía que, con indignas guerras intestinas, nos ofrece casi a diario el origen de sus males antaño denunciados por muchos. La Constitución Española estableció con toda claridad la necesidad de su independencia, de forma que atentar contra la separación de poderes era atentar contra la propia Constitución y contra el Estado de Derecho. Frente a ello, el legislativo promovió una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial donde se otorgó al poder político la facultad de nombrar a todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cosechando la facultad de nombrar a los miembros del Tribunal Supremo, de los Tribunales Superiores de Justicia, a los componentes de diferentes Salas así como a los presidentes de las distintas Audiencias Provinciales. Cargos que no dudo de su independencia personal, pero con una clara imagen de ser deudores de sus cargos a quienes les nombran. Distintas reformas posteriores no han acabado con semejante despropósito.
La tragicómica utilización de la figura de la “imputación”, hoy “investigación”, como sacabuche entre los partidos y donde por la mañana exijo la dimisión del contrario y por la tarde justifico la del propio, ha dejado al proceso judicial como una “fase secundaria”, como sombra sustituta de un proceso real e independiente, entronándose con ello una justicia más cercana a la época del terror revolucionario francés de 1793 que a una nación moderna y desarrollada del siglo XXI. La falta de medios y el atasco de los juzgados son otro ejemplo de la dependencia del poder judicial al poder político. La desorbitada carga de asuntos que este último obliga a soportar a los jueces, multiplica la injusticia, al carecer los togados de tiempo material para estudiar los asuntos con la profundidad necesaria para resolverlos con justicia. Otro órgano que responde a las extrañezas de la sociedad es la propia fiscalía que, al depender jerárquicamente del poder político, prácticamente nada puede hacer. Subordinación e independencia se baten en duelo ante la atónita mirada y asombro de los justiciables.
La filtración de los sumarios y su falta de control no hacen sino agravar la imagen de usar al Poder Judicial como medio y recurso de barriobajeras escaramuzas entre la clase política. Es necesario poner coto a las dudas y en numerosos casos, a muchas certezas. Ningún representante del CGPJ ni de las altas magistraturas deben ser elegidos desde el poder político ni desde ningún otro pseudo poder del que se deriven sospechas de que detrás se encuentran intereses ajenos a la impartición de la justicia. La esencia de la democracia consiste en que el Poder Judicial controle con eficacia a los otros dos poderes del Estado. Como dijo Francisco de Quevedo: “Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”.