¿Subir impuestos para solucionar el déficit? (I)
Estos días, los sumos sacerdotes de las finanzas públicas, fariseos confesos algunos de ellos, sean del signo político que sean, so pretexto de que todos hemos de contribuir comme il faut al sostenimiento de las cargas públicas y arguyendo la falaz premisa de que nuestra presión fiscal está por debajo del infierno de otras latitudes, se lanzan en pro de esa azarosa cruzada que tiene por objeto subir los impuestos, apretando las clavijas a las empresas en el impuesto sobre sociedades, retorciendo el pescuezo en el impuesto sobre la renta de las personas físicas al pobre contribuyente —la clase media y menos media— y ensañándose con quienes ellos consideran ricos, que son esos personajes que con esfuerzo, denuedo, preparación, mucho estudio o tal vez gracias a sus adiestradas dotes artísticas y siempre con ánimos elevados, se van abriendo camino en la vida y perciben un salario bruto del orden de los 150.000 euros o más.
En un país, uno diría que de miseria, donde el primer cargo político se embolsa, en bruto, unos 80.000 euros anuales, es obvio que cualquier individuo cuyas rentas excedan de esa cifra sea tildado de ricachón y burdo capitalista por esa comparsa política que únicamente busca su lucro personal, servirse de la ciudadanía y vivir del chollo mientras van arruinando al Reino, endeudándolo a extremos preocupantes y gastando sin ton ni son aunque, eso sí, viviendo a cuerpo de rey –precisemos que de los de antes porque ahora lo de la monarquía cotiza a la baja—. La clave económica para enderezar el rumbo de las deficitarias Cuentas Públicas españolas, según ellos, no es otra que la de subir impuestos con lo cual se soluciona el problema. ¡Ni idea tiene esa gente acerca de cómo se cuadran los descarriados números!
El quid de la cuestión radica en el virus del gasto público que sigue avanzando y al que no se pone freno, sencillamente porque a los sumos sacerdotes de nuestras finanzas públicas no les conviene. Son ellos, los unos y los otros, los de esta bancada del hemiciclo y los de la de enfrente, los de atrás y los de delante, alternándose en los turnos de las labores gubernamentales, los que nos están llevando a un callejón sin salida por su falta de responsabilidad y tino en la gestión de los guarismos públicos. En 2012, el gasto público en España ascendió a más de 460.000 millones de euros, excluyendo la asistencia financiera del rescate que en aquel intrigante año se elevó a prácticamente 40.000 millones de euros.
Si de verdad el gasto público, como tanto se jactaba el anterior Gobierno y el paladín de sus finanzas públicas, personaje de triste y funesto recuerdo que ha fustigado sin escrúpulos a empresas y contribuyentes actuando contundentemente contra ellos y cargándose a su habitual clientela a la hora de votar, hoy, en 2018, tal gasto público no sumaría más de 491.000 millones de euros. Por tanto, de entonces acá, el gasto público se ha incrementado en 30.000 millones de euros y toda esa verborrea de los recortes no ha consistido más que en frenar y reducir gasto social y de educación en pro de destinar cada vez mayores recursos para sostener todo ese teatro cada vez más aparatoso que es la industria política; es decir, se recorta el gasto básico en sanidad en aras de que se financien las mamandurrias y prebendas de tanto protegido al que amamantar cobijados en las filas políticas y en el inmenso aparato de la Administración.