Starmer culpa al cambio climático por los ilegales

La paradoja de la democracia hoy en Europa Occidental es que, pese a tener regímenes basados teóricamente en la sacrosanta voluntad popular, nunca habíamos sufrido una colección de líderes electos tan abrumadoramente impopulares: Macron, Merz, Sánchez, todos holgadamente por debajo del 50% de respaldo popular. Pero el británico Keir Starmer es el campeón, el plusmarquista de esta siniestra competición. A poco más de un año de su elección, casi nueve de cada diez británicos desaprueba su gestión (87%), un caso inédito desde que existen registros.
Y se entiende. En una reciente entrevista en la BBC, Starmer explicaba la llegada continua de ilegales al Reino Unido procedentes de lejanas tierras asegurando que estas pobres víctimas huyen… del cambio climático.
Tenemos dicho que el cambio climático (marca registrada) es el sueño húmedo de cualquier tirano, el bálsamo de Fierabrás de los políticos ineptos, el último refugio de los canallas de la política (si no es redundante la expresión).
La amenaza es tan ominosa, tan apocalíptica, que justifica cualquier medida empobrecedora, cualquier recorte de derechos, cualquier iniciativa de control social: ¿es que prefieres que el planeta salte por los aires por tu empeño en usar el coche? Y, a la vez, es tan vaga e inconcreta que cualquier cosa y su contraria sirven para confirmarla.
Es, además, perfectamente nociva y afecta a cualquier cosa que se le ocurra. Les propongo un juego: pongan en Google «cambio climático» junto al objeto o concepto más peregrino que se les ocurra, no sé, potencia sexual, cacatúas o repollos: verán que existe en alguna parte un estudio demostrando cómo el cambio climático afecta para peor a esas mismas cosas. Tampoco esperen encontrar jamás texto oficial alguno que contenga la expresión «gracias al cambio climático…», porque es el primer fenómeno global en la historia del planeta que no trae beneficio alguno.
Pero el mundo esperaba las palabras de Starmer para que la farsa llegara a niveles imparodiables. Muchas cosas buenas pueden decirse del Reino Unido, pero la excelencia de su clima no es una de ellas. Buscar refugio en las brumosas y desapacibles islas no es lo más inteligente para quien trata de escapar de un clima inclemente.
La farsa es tan gigantesca y visible que tengo que aplaudir la flema británica de la entrevistadora, que no dejó escapar una carcajada, ni siquiera una de esas risitas nerviosas con las que solemos responder a los desvaríos de un demente.
El cambio climático en este caso, como en el de los incendios en España, tiene nombres y apellidos, como Keir Starmer y toda la patulea política que le ha precedido. No es el aumento inapreciable de la temperatura lo que lleva a subsaharianos a arribar a los blancos acantilados de Dover, sino las paguitas y una clase política sumisa y siempre dispuesta a acomodar a los recién llegados incluso en perjuicio de los nacionales.
Solo hay que pensar que, para llegar a las playas británicas, suelen partir de Francia, un país algo más agradable que el británico en lo que hace al clima. Estas desventuradas víctimas del clima —de su diésel, lector; del filete que se calzó la semana pasada— rara vez o nunca escapan a países cercanos que aún no han sido presuntamente calcinados, estados de cultura algo más parecida y en los que podrían integrarse mejor. Y la razón es la misma que alguien resumió afirmando que el NHS británico se ha convertido en la sanidad pública gratuita de toda la Commonwealth.
Hay dos escuelas ferozmente divididas en el caso de Starmer: la que alega que el primer ministro es inexpresablemente estúpido y la que sostiene que es malvado. No nos pronunciamos, sobre todo porque ambas explicaciones son perfectamente compatibles.