Sánchez, prevaricador en potencia
Los pueblos que olvidan su historia, la repiten. Vaya si la repiten. En España, o Expaña, que ya no sé muy bien qué somos, estamos patológicamente predestinados a revivir los peores momentos de nuestra historia. Lo que estamos viviendo del 12 de noviembre (jornada del pacto socialcomunista) a esta parte no es que se parezca a lo acontencido aquel febrero de 1936 en el que se constituyó un Frente Popular que nos abocó a la Guerra Civil de la manita de Francisco Franco. No. Es que es una fotocopia de tal calidad que cualquiera diría que son episodios intercambiables a los que tan sólo hay que modificar la identidad de sus protagonistas para que sean literalmente clónicos.
Lluís Companys, presidente de la Generalitat en la Segunda República y jefe de filas de Esquerra Republicana de Catalunya, declaró el Estado Catalán el 6 de octubre de 1934 coincidiendo con la mal llamada Revolución del 34, que de revolución tuvo tan poco como mucho de golpe de Estado de la izquierda tras la victoria de una derecha, agrupada en torno a la CEDA (a ver si aprenden Casado, Abascal y Arrimadas), que no tenía derecho a existir. Vamos, lo mismito que perpetraron ese delincuente que es un Oriol Junqueras al que ahora visten de santo y el golfo de Carles Puigdemont el 27 de octubre de 2017 en el Parlament con esa declaración de independencia que fue el culmen a un golpe de Estado de manual y prácticamente idéntico al de 86 años atrás. El único contraste son, obviamente y como ya he señalado, los actores. Si entonces fue Companys, ahora es Junqueras, con Puigdemont de cobarde coprotagonista.
El Estat Català duró prácticamente lo mismo que la independencia de Cataluña de 2017: un pispás. Con la excusa del ascenso al poder de un Gobierno “fascista y monarquizante [sic]”, lo proclamó el 6 de octubre de 1934 y el 7 todos sus instigadores estaban encarcelados en el buque-prisión Uruguay en el puerto de Barcelona. El golpe de hace dos años lo solventó Mariano Rajoy en menos de 48 horas: el 27 por la tarde se declaró la independencia y el 29 el presidente anunciaba en Moncloa la suspensión de la autonomía echando mano de ese 155 que luego él acabaría desnaturalizando. Tres cuartos de lo mismo sucedió en la República, aunque en este caso el 155 de la época se hizo de rogar bastante más: no llegó hasta el 2 de enero de 1935.
Pero donde no hay prácticamente divergencias, exceptuando el modus operandi, es en el epílogo de una y otra asonada: un periodo de cárcel cortito, no vaya a ser que sus señorías pasen miedito o se les pegue algo malo del resto de los presos, y amnistía que te crió. Entonces, como ahora, fue constituirse el Frente Popular, fruto por cierto del robo de las elecciones del 36, y aprobarse por parte de la ¡¡¡Diputación Permanente de las Cortes!!! una amnistía total para todos los implicados en el levantamiento de 1934. A Companys le mereció la pena subvertir la legalidad: pasó entre rejas únicamente 17 meses de los 30 años a los que fue condenado por rebelión.
Él respondió a la magnanimidad de la Cámara Baja, en la que participó incluso la CEDA, decretando más de 8.129 penas de muerte contra los que él denominaba “enemigos del Estado Catalán”. Religiosos, carlistas, dirigentes de la Lliga Regionalista, militantes de la CEDA y monárquicos fueron los grandes objetivos de la ira de este multiasesino que ahora cuenta con estadio olímpico, estatuas por doquier e infinidad de calles en Cataluña. De su maldad da cuenta el hecho de que se negó a frenar el fusilamiento de mi paisano Manuel Irurita, obispo de Barcelona, que había intercedido por él cuando fue encarcelado y condenado a muerte a caballo de 1934 y 1935.
Junqueras está a cuatro o cinco meses de plantar sus reales en la calle tras el anuncio del Gobierno socialcomunista de rebajar las penas por sedición, casualmente, cuando se está tramitando esa gran prueba de fuego que son para Sánchez los Presupuestos Generales del Estado. Y eso que la prisión no fue precisamente un mal trago ni para Companys ni muy especialmente para Junqueras. El modelo de reclusión con el que se ha obsequiado a Oriol Junqueras en Lledoners se asemeja, salvando las perogrullescas distancias, más al que disfrutó Pablo Escobar en Medellín que al de los otros 60.000 presos que componen la población penitenciaria española. En esto, como desgraciadamente en casi todo y más cuando el Estado está de por medio, siempre ha habido clases. El baranda de ERC no goza de los lujos de los que se benefició el patrón del mal colombiano pero hace lo que le da la realísima gana: da entrevistas cuando se le pasa por el forro de sus caprichos, come a la carta y desde prisión da instrucciones a los secuaces que están más allá de las rejas.
El Tribunal Supremo y Pedro Sánchez han desempeñado esta vez el papel que representaron la Diputación Permanente del Congreso y Manuel Azaña en el peor año de nuestra historia reciente. La Sala Segunda allanó el camino tomándonos por imbéciles al resto de los españoles cuando calificó de “ensoñación” ese pack golpista que conforman las leyes de desconexión, el referéndum ilegal y la declaración de independencia. O, para que todo el mundo lo entienda, de “sueño”. Vamos, que los españoles que (empezando por el Rey) presenciamos un golpe de Estado somos unos fantasiosos, cuando no directamente unos mentirosos, si no unos enfermos mentales.
Despejado el terreno por la Sala Segunda, hubiera sido mucho más farragoso el camino de la amnistía con una condena por rebelión, ahora ha entrado en acción el tipo más desahogado e indecente que se recuerda por estos pagos: Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno anuncia una reforma del Código Penal a la carta para rebajar las sanciones por sedición y rebelión. Y, en otro insulto a la inteligencia de sus conciudadanos, nos suelta por boca de la no muy inteligente Carmen Calvo que “es para adecuar nuestra norma a la de otros países europeos” olvidando que en la legislación comparada europea las penas son similares a las contempladas en España y que la reforma del Código Penal del socialista Belloch dejó en 1995 las cosas tal y como están en la actualidad.
Prevaricar es ni más ni menos que “dictar una resolución injusta a sabiendas”. Una definición que se ajusta como anillo al dedo al paso que pretende dar Sánchez con el concurso de sus socios golpistas, proetarras y comunistas. Le da de sobra para reformar el Código Penal que, como todas las leyes orgánicas, precisa de mayoría absoluta. Sus 120 votos, los 35 del hijo putativo de Maduro, los tres de Errejón, los 13 de ERC, los 8 de JxCat, los 6 del PNV, los cinco de Bildu, los dos de la CUP y el único diputado del BNG totalizan 193, muy por encima de la mayoría absoluta.
Emiliano García-Page es el único de las decenas de miles de socialistas estupefactos con la deriva a la que está sometiendo Sánchez al partido que no se calla. El presidente de la Junta de Castilla-La Mancha no le llamó “prevaricador” literalmente pero su amonestación al inquilino de La Moncloa casa a las mil maravillas con ese artículo 404 del Código Penal que castiga estas conductas: “Con los derechos de los españoles, con el Código Penal, no se mercadea, estas cosas no las pueden decidir quienes, aún hoy, siguen diciendo que si pueden, lo volverán a hacer”. Blanco y en botella: el que mercadea con una ley, prevarica. Pues claro. Espero que el centroderecha denuncie en los tribunales al presidente del Gobierno por este brutal, descarado, descarnado e indigno acto de prevaricación. Se irá de rositas porque en este país no hay dios que meta mano a un presidente. Pero al menos cumplirán con su obligación moral. Siempre nos quedará el consuelo de que la historia acabe condenando al felón Sánchez. Y de que sea más pronto que tarde. Porque como apunté hace tres semanas si todo esto no es un golpe de Estado, desde luego se parece un montón.
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