Sánchez sopesó echar a Podemos del Gobierno antes de decantarse por el adelanto electoral
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La noche del 28 de mayo fue la más difícil de Pedro Sánchez en La Moncloa. Contra todos los pronósticos que se manejaban en la residencia presidencial, el PSOE sufría una derrota electoral que le dejaba sin gran parte del poder territorial y cuestionaba su liderazgo. Barrido en Madrid por Ayuso y Almeida y desarbolado en la Comunidad Valenciana, Baleares, Aragón, Extremadura y casi hasta en Asturias, sólo el barón díscolo, Emiliano García-Page, el más crítico con Sánchez, mantenía Castilla-La Mancha a salvo. Sánchez estaba ante su Waterloo particular porque los españoles habían convertido unas elecciones locales en un plebiscito sobre el presidente del Gobierno. El líder del PSOE, junto al equipo que le acompañaba en Moncloa, sólo encontraba dos salidas para sobrevivir a aquel cerco democrático: echar a Podemos del Gobierno o adelantar las elecciones generales
Optó por el adelanto electoral. Ya era tarde para sacar del Gobierno a Irene Montero y compañía después de casi cuatro años de estrecha coalición con un partido del que el presidente había confesado que no le permitiría dormir tranquilo si ocupaba sillones en el Consejo de Ministros. Ya era tarde, por ejemplo, para desmarcarse de una ley que había beneficiado a más de 1.000 agresores sexuales y excarcelado a más de un centenar sin que nadie hubiera asumido responsabilidades por tal despropósito. Los españoles habían votado en clave nacional, como reconocería Page días después, y sacudirse a estas alturas el polvo morado era inútil. Con palabras que escucharon dos días después los diputados y senadores sociales de boca del propio Pedro Sánchez: «Es ganar ahora o desangrarnos hasta diciembre y morir».
Así que a Sánchez no le costó decantarse por el adelanto electoral. Sobre todo después de que su equipo encontrase los datos que necesitaban para convencerle de que volver a las urnas era la única salida: el PSOE había tenido en las municipales 400.000 votos menos que el PP, pero trasladados los resultados a unas elecciones generales, la suma del PP y Vox seguía lejos de la mayoría absoluta. «Hemos perdido más territorios que votos», concluyeron. Y le explicaron al presidente, por ejemplo, que «el PP nos ha aventajado en 760.000 votos, pero 680.000 de ellos son sólo en Madrid». En definitiva, que no todo estaba perdido en unas elecciones generales con Sánchez confrontando directamente con Feijóo. Aunque fuera fastidiando las vacaciones de media España.
El adelanto electoral dejaría a Sánchez otra vez como un hombre sin palabra, pues durante los últimos meses había mantenido por activa y por pasiva que agotaría la legislatura, pero se quedaría en eso: un incumplimiento más. En cambio, el efecto sorpresa de la maniobra le devolvía a lo mejor de su pasado. En primer lugar, a la noche del 10 de noviembre de 2019, cuando en la repetición electoral los españoles castigaron a PSOE y Podemos con un bajón respecto a los resultados de abril. El acuerdo entre Sánchez y Pablo Iglesias que había sido imposible durante meses se cerró el lunes en apenas minutos y se presentó a la opinión pública al día siguiente, sin permitir las preguntas de los periodistas, pero cortando así de raíz el análisis y debate en los medios sobre las causas del retroceso en las urnas de ambas formaciones.
La decisión de adelantar las elecciones calca el modelo de aquella operación relámpago que alumbró el primer gobierno de coalición en España desde el del Frente Popular en la II República. Pero, además, explicaron al presidente sus asesores más cercanos, el combate electoral en situación desfavorable daba a Sánchez la oportunidad de reencontrarse con el protagonista del Manual de Resistencia, el político rebelde y osado que nunca se rinde, que se crece en las adversidades y que fue capaz de recuperar el liderazgo del partido más antiguo de España tras haber sido expulsado por sus dirigentes. Si ese hombre seguía existiendo, las elecciones eran una ocasión para comprobarlo.
Sánchez o la ultraderecha
A la vez que decidían adelantar las elecciones, Sánchez y su equipo, entre los que se encontraban Miguel Ángel Barroso y José Miguel Contreras -dos hombres históricamente ligados al Grupo Prisa y La Sexta, consejeros áulicos del presidente Zapatero y ahora de nuevo con entrada libre a la Moncloa para susurrar consejos al presidente-, tomaban otra decisión: cambiar la estrategia de campaña.
El objetivo ya no sería seducir a los españoles con la gestión y lo que consideran avances del Gobierno de coalición (salario mínimo, revalorización de las pensiones, derechos sociales, etc), sino volcar el debate en los sentimientos y las emociones. Sánchez o el fascismo. Eso es lo que se dirimiría en esta nueva llamada a las urnas, la definitiva. Para ello, era necesario arrinconar al PP en «la ultraderecha» y activar la movilización de la izquierda en torno a las siglas del PSOE, dada la debilidad que habían mostrado el 28M tanto Podemos como las candidaturas avaladas por Yolanda Díaz.
Dicho y hecho. El martes pasado, Sánchez se presentó ante sus senadores y diputados con un discurso renovado, más próximo que nunca a las tesis de Podemos. PP y Vox eran lo mismo y se nutrían del trumpismo que había terminado asaltando el Capitolio. «Si nos movilizamos pararemos esta corriente reaccionaria. España puede», dijo. Moncloa cree que una participación del 75% acercaría a Sánchez a la victoria.
El 23 de julio se verá si la mutación de Sánchez en Iglesias con el miedo a la ultraderecha como bandera fue una estrategia acertada o sólo la reacción a la desesperada de un hombre encastillado al que su soberbia no le permite entender por qué muchos españoles rechazan que el presidente del Gobierno de España pueda serlo apoyándose en los que desean romperla.