La última ocurrencia contra el empleo
Se ha hecho ya costumbre entre quienes ocupan los sillones del poder lanzar medidas populistas, revestidas de supuestas compasión y sensibilidad social, sin calibrar los efectos económicos reales. Ahora le ha tocado el turno al anunciado permiso de diez días retribuidos por fallecimiento de un familiar —iniciativa que Yolanda Díaz ha puesto sobre la mesa, aunque Carlos Cuerpo parece criticarla—. Puede parecer una medida que en apariencia suena humana, pero, en el fondo, encierra una realidad que pocos se atreven a describir con crudeza: supone un coste notable para las empresas, un incentivo perverso al absentismo y un riesgo añadido para el empleo, especialmente en las pequeñas y medianas empresas.
Ciertamente, el luto no puede medirse en horas ni pagar con simples salarios. Hay pérdidas que requieren acompañamiento y tiempo para asimilarse. Ahora bien, imponer por ley diez días —el equivalente a una semana y media laboral completa en muchos sectores— es elevar una decisión simbólica a una obligación operativa que deberán asumir los empresarios.
Ese coste no es menor: cada baja es coste directo (retribución, seguridad social) e indirecto (disminución de productividad, reorganización interna), sin mencionar el ‘efecto señal’ que podría llevar a abusos o solicitudes excesivas en situaciones de conveniencia.
Cuando el Estado legisla otorgando derechos irrestrictos, muchas empresas —sobre todo las de menor tamaño— deberán decidir entre asumir un coste adicional, reducir plantilla o simplemente no incorporar nuevos trabajadores para compensar. Y esas decisiones, en un ambiente de bajo crecimiento y con el empleo frágil y de poca calidad, arrastran consigo despidos o congelaciones de contratación.
Este golpe es particularmente duro para pymes y sectores de actividad intensiva en personal. No es lo mismo pedir esos días en una gran corporación con decenas de empleados que en una pyme con 5 ó 10. Para una microempresa, un permiso prolongado equivale muchas veces a una quiebra momentánea: habrá que cubrir el hueco con horas extras, sustituciones temporales o asumir pérdidas de productividad.
Las pequeñas empresas no tienen colchones financieros para absorber este tipo de costes sociales adicionales sin repercusiones en su viabilidad. Muchas operan con márgenes estrechos, donde un desfase pequeño puede provocar cierres o recortes de plantilla.
Además, en sectores con jornadas continuas, producción intensiva, turnos rotativos o servicios esenciales, un permiso prolongado implica reorganizar todo el engranaje, repercutiendo sobre clientes, compromisos y competitividad.
Por otra parte, si el permiso de diez días se implanta sin condiciones rigurosas —sin control de causas, grados de parentesco, justificación documentada— crea un incentivo al uso oportunista del derecho.
Ese riesgo moral provoca que las empresas tengan que invertir más en control, supervisión, protocolos, e incluso recurrir a sanciones, generando conflictos laborales y un clima de desconfianza. El Estado se lava las manos con frases ‘empáticas’, pero deja el coste real en el tejido productivo. Cuando la ley concede beneficios generosos pero no plantea mecanismos de control, quien termina pagando la cuenta es quien genera empleo: el empresario, e indirectamente toda la economía.
Si imaginamos decenas de miles de trabajadores usando ese permiso en un año, el saldo para las empresas se convierte en una cifra significativa. Con cada día abonado más allá del mínimo actual, la Seguridad Social o el Estado deberán compensar mediante otras fórmulas (desgravaciones, subvenciones, bonificaciones) o simplemente quemar recursos públicos. Cuando no, las empresas tendrán que absorber el coste completo.
En un contexto de alza en costes energéticos, competencia internacional y presión para mantener precios bajos, esta ampliación puede traducirse en menores inversiones, congelación salarial o más automatización que despido.
Lo paradójico es que una medida nacida con intención de dignificar el luto —y con vocación de humanizar el empleo— puede devenir en lo contrario: una trampa contra el empleo formal. En vez de reforzar derechos reales, empujar al abismo financiero a empresas medianas y pequeñas es sembrar desempleo. Sobre todo en un momento en que el crecimiento económico es modesto, la inflación ya pesa y el panorama internacional es incierto.
La política no puede legislar desde el sentimentalismo sin contar con el triángulo básico: derechos, costes y viabilidad económica. La buena voluntad no paga las facturas. La política pública no puede fabricarse sólo con sensibilidad emocional. Cuando un derecho nuevo termina por convertirse en un impuesto indirecto sobre el trabajo, está contribuyendo a debilitar el empleo en vez de fortalecerlo.
El luto es legítimo, por supuesto, y hay que acompañar en el dolor, pero las empresas no pueden cargar con permisos desproporcionados mientras el margen de maniobra es estrecho. El Gobierno no puede seguir con su discurso populista, aparentemente buenista, pero que busca el enfrentamiento, que percibe a las empresas como malvadas y que, con tanto ataque a la actividad económica, terminará por cercenar esta última y, con ello, el empleo.
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