Memoria y elogio de Europa

Memoria y elogio de Europa

El próximo miércoles 9 de mayo se celebra el Día de Europa, efeméride del discurso que pronunció ese mismo día de 1950 Robert Schuman, a la sazón ministro de Exteriores francés, en lo que se considera la piedra angular de la Europa comunitaria. En él, el canciller galo abogó por que la producción del carbón y el acero de Francia y Alemania se sometieran a una alta autoridad común, abierta a otros Estados europeos. No se trataba estrictamente, ni siquiera principalmente, de establecer una cooperación de índole económica. No en vano, el carbón y el acero eran las dos materias primas de las que se nutría la industria armamentística, por lo que el sometimiento de la industria pesada a una administración conjunta tenía como objetivo supremo que los países que participaran de la organización se encontraran con un escollo insalvable en caso de querer iniciar una guerra entre ellos. Estamos, repito, en 1950, sólo cinco años después del fin de una guerra que devastó al continente y desangró al mundo.

Así, e inspirándose en la obstinada defensa del europeísmo que había formulado el empresario y diplomático Jean Monnet (“el padre de Europa”, en palabras de Helmut Kohl), quien ya en 1943 aventuró que no habría paz en Europa si los Estados se reconstruían sobre la base de la soberanía nacional, Schuman dejó patente en los primeros compases de su célebre declaración hasta qué punto el incipiente proyecto de unión se hallaba animado por un ideal pacifista: “La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan. […] La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. Francia, defensora desde hace más de veinte años de una Europa unida, ha tenido siempre como objetivo esencial servir a la paz. Europa no se construyó y hubo la guerra. […] Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania”.

La conmemoración de aquel 9 de mayo de 1950, el recuerdo de los visionarios Schuman, Monnet, y de quienes les secundaron en su empeño: Adenauer, Churchill, De Gasperi, Spaak, Hallstein, Spinelli, así como el de aquellos estadistas que prosiguieron la tarea y la prosiguen hoy, desde Helmut Schmidt y Felipe González a Antonio Tajani y Emmanuel Macron, ha de invitarnos a reflexionar en torno a la vigencia del proyecto y la importancia de que perseveremos en su fortalecimiento, inexorablemente unido a la lucha contra el peor fantasma de cuantos han recorrido Europa: el nacionalismo y su prole de bastardías, que hoy parecen haber recobrado el pulso al calor de la crisis. El fomento de la solidaridad entre los pueblos y el reconocimiento de la existencia de un bien común, superior al interés nacional, son la única esperanza para resistir las tendencias disgregadoras y la tentación del supremacismo. Porque, como afirmó el filósofo y humanista británico Anthony Grayling en la más reciente edición de Euromind, el foro sobre ciencia y política que coordino desde Bruselas, “lo contrario de Europa es la guerra”.

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