La señora
La esposa de Adolfo Suárez, Amparo Illana, era una mujer, colmo de la discreción, que bastante tenía con organizar el entramado doméstico de La Moncloa, a donde se mudó por deseo expreso de la seguridad del Estado. Una vez, de las últimas, acompañó a su marido a un viaje especial, Perú. Eran los momentos en que el presidente afrontaba el desafío de sus barones y la ruptura con Fernando Abril Martorell, una quiebra incluso sentimental porque el dimitido vicepresidente era llamado «tío» por los hijos de Suárez.
La esposa de Leopoldo Calvo Sotelo, Pilar Ibáñez-Martín, era una mujer insistente y extremadamente educada que no se separaba de su marido salvo para la oficialidad diaria; viajaba con él, era obsequiosa, pero guardando las formas con los periodistas, y estos la llamaban Caterpillar.
La mujer de Felipe González, Carmen Romero, guapa a lo Julio Romero de Torres, comenzó del brazo de su esposo, pero pronto, quizá a medida que sus relaciones personales fueron más distantes, apuntó maneras de político profesional y así terminó siendo diputada del PSOE por Cádiz; pero, en todo caso, nunca, que se recuerde, se metió en la camisa de once varas de Felipe.
La mujer de José María Aznar, Ana Botella, se refería -se refiere- al jefe de Gobierno con un doméstico «… porque Jóse» (acentuada la «o») y se convirtió a lo largo de los casi ocho años que durmió en La Moncloa en la mejor ama de llaves del Palacio, confesión de un funcionario permanente. Luego, por su cuenta y más riesgo, fue alcaldesa de Madrid.
La mujer de Zapatero, Sonsoles Espinosa, Sonso, comenzó su entrada en La Moncloa a modo elefante: se las tuvo tiesas una vez que fue denunciada por intentar ejercer el mando en actividades externas de la Presidencia; era atractiva sin estridencias y se mutiló a sí misma y a su familia una vez que se empeñó en fotografiarse con Obama acompañada por sus hijas en un cuadro que hizo reír a España entera, el de las góticas.
La mujer de Mariano Rajoy, Viri Fernández, gallega ejerciente, era, es, cautelosa sobremanera. En pocas ocasiones se hizo ver con su marido y se ocupó de verdad de que sus hijos (Marianito el que más) crecieran al margen del boato y de que su suegro, el magistrado Rajoy, viviera atendido en la casa provisional de La Moncloa.
La mujer del actual presidente, Begoña Gómez, es Begoña Gómez. La única, que se sepa, que ha utilizado el cargo eventual de su marido para sus menesteres propios. Alguien que participó tras las cámaras en el rodaje de la miniserie de televisión, aún inédita para el pueblo, que Sánchez se montó para agrandar su descomunal ego, lo que la define con un adjetivo muy doméstico: «interventora».
Desde el principio -le dice al cronista el funcionario de La Moncloa antes citado- quiso no sólo «meterse en todo», sino que se se supiera que «me meto en todo». Fue famoso el episodio de los colchones, cuando Begoña hizo cambiar todos los de la vivienda porque «aquí huele a gallego». Pero Begoña no se conformó con estas labores y, siguiendo con el ejemplo tan querido de la esposa de Obama, Michelle, proyectó su figura atlética, y dicen que con un aire ciertamente andrógino, fuera de Palacio; así fue «haciendo amistades» y, aprovechando los continuos periplos de su adlátere, construyó unos negocios probablemente con su estatura de «mujer simplemente de…».
Sánchez la dejó hacer y hoy se topa con una situación muy comprometida porque, sin ir más lejos, la Asamblea de Madrid, que ha aprobado una Comisión de Investigación sobre sus negocios, la citará a explicarse para que demuestre -lo cual es muy imposible, según ya ha quedado claro- que por ejemplo, en la bochornosa e ininteligible (ni siquiera el todavía rector sabe pronunciarla) cátedra -digo- de la Complutense, no hubo trato de favor por ser vos quien sois, sin, además, tener acreditación para ejercer como directora del infumable e inane cursillo.
Ahora, para contrarrestar el conocimiento que tiene el país entero de los movimientos de Begoña -hija de Sabiniano, ya muerto, y vecino hasta poco tiempo de la urbanización más chic y cara de Torrelodones, la denominada Peñascales, el «barrio de los pobres», dicen sarcásticamente en el pueblo- La Moncloa ha urdido un plan para vender la «normalidad» política y familiar con que se maneja el matrimonio Sánchez. Ha construido un diseño propagandístico que va a invadir los medios y que demostrará -avisan ya- la enorme cordialidad y confianza con que trabaja la pareja Sánchez-Gómez. Una prueba de ello es el vídeo retador que ha ordenado para el uso y enfado del personal y que ya está adelantando con un «no queréis taza, pues allí va: taza y media».
La muestra: el episodio de los cines Verdi y la película El 47, un trullo agitador, en opinión de algún crítico reputado, que parece una pieza sacada del realismo social de la izquierda universal. Tras su visión. Sánchez, con más jeta que un negrito de Mali cantando el Only You, ha emitido un mensaje expandiendo su apuesta incontrovertible por la «dignidad». En él destaca, sin despeinarse, su lucha por Correos, la empresa que su amigo, que fue jefe de su Gabinete, tuvo que abandonar dejando una estupenda herencia: sólo 500 millones de deuda. Juan Manuel Serrano ha sido becado con la Dirección General de las Autopistas del Estado, sin duda con el encargo de llevarlas a la bancarrota.
Sánchez trata de prestigiar a su señora persiguiendo a periodistas, mientras ya tiene decidido -avanza el pequeño Bolaños- que se puede insultar y agraviar impunemente no sólo a la Corona, sino también al mismísimo Dios. Y se queda el individuo tan ancho.
La señora Begoña Sánchez ha roto todos los esquemas, como hemos escrito, de mujer discreta de presidente; ninguna como ella ha usado el puesto de su marido para sus rentas personales. Ahora ya estamos soportando una campaña pagada, claro está con nuestro dinero, para mostrar la felicidad «normal» del matrimonio. Lo malo es que el público general de esta Nación se ha puesto latoso y no hace más que preguntar por algo tan simple como esto: ¿Escribió usted desde La Moncloa cartas de recomendación para favorecer a sus amigos? Esto y cien cosas más, fechorías, lo que nunca debió permitirse la señora del presidente. Explícitamente: la Señora.