Religión de apariencia y por procuración

Deseo cambiar de tercio. La política, por hoy al menos, necesita un poco de distancia. Tiempos vendrán. Ahora prefiero orientar mis reflexiones impertinentes a cuestiones que significan un cambio trascendental en el modo de entender y vivir el cristianismo, que no es sinónimo de Iglesia católica.
La existencia de la libertad de los hijos de Dios en el interior del cristianismo, en todas y cada una de sus múltiples manifestaciones, no debiera admitir falsas, mundanas e hipócritas discusiones, ni ser objeto de ningún tipo de duda. Existe para reconocerla, respetarla, protegerla y vivirla. Y, como, con gran acierto y oportunidad, ha destacado Francisco, «nadie nos puede privar de esta identidad». En efecto, todos somos hijos de Dios, somos libres y, a partir de esta realidad, don divino, ya nada se puede cambiar.
El hombre, el creyente y seguidor de Jesús, es su libertad. No pertenece a nadie. Todo, cualquier acción que planifique o se le ofrezca entre varias, puede, necesariamente, ser aceptada o negada y rechazada. El hombre, aunque sea creyente, sigue la ley de su propia naturaleza y ha de elegir su camino, convencido plenamente de que su elección es enteramente suya y respetada incluso por su Creador. Y sólo así, esto es, sólo porque es suya, la asume, se identifica con ella y se responsabiliza de la misma.
Lo lamentable es que, en la historia del cristianismo en su forma católica, no haya sido acogida, respetada y protegida en plenitud. En realidad, nunca lo fue. La iglesia oficial se esforzó, ciertamente, en asegurarse su propia libertad exterior, su capacidad de actuación en libertad, en cuanto institución diferenciada del poder de este mundo, en sus diferentes manifestaciones y formas organizativas a través de la historia. No siempre lo consiguió, ciertamente. Pero lo intentó con todas sus fuerzas. Abandonó, por el contrario, la libertad del creyente en su relación con el poder eclesiástico constituido, como forma organizativa de la Iglesia. En este sentido, se ha asistido a un verdadero contra testimonio, a una pérdida a chorros de credibilidad, a una increíble desconfianza en Jesús, a una manifiesta falta de fe.
Ahora, que en la Iglesia están empeñados en reformas orgánicas de diferente calado, todos deberían centrar sus esfuerzos en la propia transformación personal. La verdadera reforma que necesita la Iglesia ha de comenzar por nosotros mismos (Francisco). ¿Por qué no abrazamos esta enseñanza esencial para su devenir futuro? ¿Por qué todos, fieles y clero, dispersamos nuestras energías y esfuerzos hacia objetivos puramente instrumentales? ¿Por qué la clerecía, en todos sus niveles, no se hace eco e impulsa su realización efectiva? ¿Por qué la inmensa mayoría de los obispos en activo guardan silencio o miran para otro lado al respecto?
En este marco de marginación del Evangelio -que ya es decir, si hablamos de la Iglesia católica-, hay que seguir con la conocida denuncia profética
que ya hiciera Yves Congar, aunque, como tantas otras en la Iglesia, silenciada según la también sabida costumbre romana. Se predica el servicio a Dios, el cumplimiento de la voluntad divina, pero, en realidad, se anula la libertad de los hijos de Dios. ¡Vaya manera de testimoniar el mensaje de Jesús! En vez de «esclavizar a las conciencias» y manipularlas o en vez de «controlar» (Congar) las relaciones personales del creyente con Jesús, se debería estimular e impulsar que cada cual decida por sí mismo, que ejercite su libertad, don divino, que elija su propio menú, que saque «lo que hay dentro de vosotros», pues «esto que tenéis os salvará», (Evangelio según Tomás, n. 70).
Los responsables más directos de la marcha de la Iglesia deberían, en mi opinión, formularse preguntas como las que siguen o similares: ¿De verdad, en los tiempos que corren, pueden seguir enseñando, a quienes quieren ser discípulos de Jesús, «una religión por procuración a cargo del clero»? ¿De verdad están seguros que la gente se sentirá atraída y estimulada a favor de una propuesta existencial, abiertamente en contradicción con la cultura imperante en las sociedad en que convive? ¿Cómo quieren obtener acogida en la juventud si no se le ofrece el protagonismo que le corresponde para completar la obra de la creación?
Si se evangeliza con el testimonio de la propia vida, ¿cómo pretenden llevarla a cabo si la gente percibe que, la «forma de vida» que exhiben y aprecian en tantos y tantos, «reduce la espiritualidad a apariencia» (Henri de Lubac)? Quizá, por esta razón, su credibilidad está bajo mínimos. Sobran, sin duda, las buenas maneras, todas las apariencias aunque se sustenten en motivaciones religiosas. Les falta Evangelio y vivir conforme a sus exigencias. Es urgente el respeto efectivo a la libertad de cada cual para responsabilizarse de su vida.