Funerales en Roma
El pasado fin de semana La Sexta emitió un reportaje sobre lo que califica de populismo. Hijos de la ira se tituló. En él, Jordi Évole entrevistaba a ciudadanos de Estados Unidos y de Francia que habían votado —en el caso de los primeros— a Donald Trump o iban a votar —los segundos— a Marine Le Pen. Una mujer de Detroit le explicó a Évole su enfado con la partitocracia actual con las siguientes palabras: “Nuestros senadores y diputados antes vivían en nuestro vecindario, junto a nosotros. Nos encontrábamos en las calles, ellos sabían qué pensábamos, qué nos pasaba, qué queríamos. Ahora vivimos separados. Con las fortunas que ganan viven lejos de nosotros, en sus mansiones”. Una deplorable, en palabras de la muy rica Hillary Clinton, cargada de razón. Su conclusión bien puede aplicarse a la Unión Europea y a España.
La distancia entre los pueblos europeos y las oligarquías políticas se muestra en la soberbia de éstas ante el rechazo de los primeros a su proyecto burocrático, intervencionista y antieuropeo. Cuando el pueblo británico se pronunció por la salida de la UE, la respuesta del primer ministro eslovaco fue que se le haría sufrir por cometer semejante afrenta. Cuando el Gobierno democrático polaco pidió que no se renovase el mandato a Donald Tusk como presidente del Consejo Europeo, el resto lo reeligió. Cuando Martin Schulz, que dijo que Turquía trataba mejor a los refugiados sirios que la UE, ha dejado el Parlamento Europeo y ha regresado a Alemania para encabezar su partido, el SPD, éste, en la primera elección regional, ha perdido votos.
La respuesta siempre es “Más Europa”, como si los Hollande, los Rajoy, los Juncker, los Dijsselbloem, los Tajani supiesen mejor que nosotros lo que nos conviene y lo que queremos. No hay debate, no hay siquiera un “parémonos a pensar un poco qué está pasando”. Tampoco en España se puede plantear siquiera hacer un balance económico sobre los beneficios o los perjuicios del ingreso en las Comunidades Europeas o sobre la adopción del euro, sin que la oligarquía política y sus brazos mediáticos te acusen de demagogo o de aislacionista. Sólo se admiten los aplausos. Ya sabíamos que cuando los irlandeses o los daneses rechazaban un tratado éste se volvía a presentar ligeramente retocado unos meses después hasta que los díscolos pueblos, debidamente domados después de una campaña apocalíptica o de un chorro de subvenciones, decían, esta vez, sí. Sin embargo, ahora ya existe un discurso contra Bruselas y las partitocracias, ya no es de alucinados criticar la corrupción, el carácter de sanedrín de los Consejos Europeos o los planes de introducción de millones de musulmanes en nuestras naciones.
Nuestra civilización y nuestra libertad se encuentran amenazadas por el invierno demográfico, el islam y la corrección política. Nuestra principal defensa son nuestros principios religiosos y culturales, la creencia cristiana de que somos todos hermanos y de que las mujeres tienen la misma dignidad que los hombres; de que Europa constituye una comunidad forjada frente al islam y el totalitarismo, sea comunista o sea nacionalsocialista, de que es mejor animar a las familias europeas a engendrar y cuidar hijos que a trasplantar, como si fuesen palmeras, millones de seres humanos que odian nuestra existencia. De nada de eso se habló con motivo del 60º aniversario de la firma de los Tratados de Roma. ¡Otra vez la satisfacción y la prepotencia! Como vimos en Roma, nos gobiernan enanos, cuyo tamaño se reduce aún más si los comparamos con los fundadores de la primera UE, como Konrad Adenauer, Robert Schumann y Charles de Gaulle. En vez de asistir a una fiesta contemplamos unos funerales, funerales, por cierto, rodeados de policías y militares. Porque no pasa nada; el terrorismo internacional o radical o como se le quiera llamar para ocultar su origen, no nos derrotará ni nos da miedo, pero…
En Roma Mariano Rajoy mostró lo que para muchos españoles —cada vez menos, por fortuna– es “Europa”: una excusa para no pensar ni tomar decisiones. Según Rajoy, el plan de los separatistas catalanes para romper España fracasará porque “Europa” lo impedirá o porque “en Europa” esas cosas no pasan. Conducta propia del niño que cree que el peligro desaparece porque se mete debajo de las sábanas. Los problemas no se solucionan, se aplazan. Me pregunto si Rajoy alguna vez ha demandado a sus pares en los Consejos Europeos ayuda contra los separatistas, como una resolución tajante. En caso de haberlo hecho, me pregunto qué le habría respondido Angela Merkel. Intuyo que le habría dicho —vía intérprete— algo como: “Querido Mariano, esos rebeldes son problema de España. ¿Es que pretendes que yo envíe tropas alemanas a ocupar Barcelona cuando tú no te atreves ni a meterles en la cárcel?”. Para andar por el mundo, incluso en un funeral, hay que hacerse respetar. ¿Más Europa? Quizá sí, quizá no… pero antes de repetir como papagayos ese mantra, tenemos que desarrollar más España. Sin complejos, sin cesiones a los nacionalismos, con convencimiento, con alegría. Lo contrario nos conducirá de nuevo a situaciones como las de la semana pasada: funerales en Roma.