El fin del verano siempre es triste

Así cantaban los malagueños Danza Invisible, porque uno siempre añora el tiempo dorado de esos veranos donde todo se detiene y la vida parece vestirse con el traje de felicidad. Pero este verano, de mala rima y peor compás, ha sido francamente nefasto. El panorama incendiario que ha desventrado medio país no podrá olvidarse nunca, unido a una polarización política que invita poco al optimismo.
Los transportes son ya una lotería: hoy cruzar España en tren o avión va precedido de rezos, conjuros o invocaciones para no caer en el retraso o el parón de turno. Mientras, los políticos se han ido de vacaciones, unos más que otros, y sospechamos que de manera casi simbólica, confiando en que este periodo interrupto no acabe nunca, para no volver a las comisiones parlamentarias, a las portadas de infarto y a los informes que siempre amenazan con explotar.
Ha sido un verano agrio y desabrido, donde solo se percibe el runrún de un tiempo de trincheras políticas y de vocinglerismo de tertulia. Una sociedad española cada vez menos civilizada y más violenta: los índices de episodios criminales y las noticias cotidianas nos hacen revivir los tiempos de El Caso. Apuñalamientos por discusiones de bar, atropellos homicidas y reyertas de todo pelaje han salpicado las portadas de demasiados días.
Y quedará como legado estival la polémica insólita de la bermuda: esas indumentarias que algunos proclaman cómodas para andar por calles, aeropuertos o establecimientos, incluso por encima de la higiene y el buen gusto. Una cruzada textil que, en realidad, es metáfora de la falta de civismo: confundir la comodidad con el descuido y el calor con la licencia.
También sobreviene la reflexión sobre la tarea de columnista o tertuliano. Leer con estupefacción a un Manuel Arias —digamos— añorar la política de la izquierda para defender un criterio personal, aunque discrepe de aquella, pero zarandeando de paso el liberalismo con cita obligada de Stuart Mill, que para algo uno es culto. O asistir al desparpajo de una colaboradora de la televisión pública llamando idiotas a los ciudadanos que votan al PP o a Vox. Sin comentarios. El nivel baja como espuma en jarra caliente, hacia la decadencia del oficio.
Todo ello en un contexto donde la cultura con mayúscula se encuentra en retroceso. Los índices de venta de libros y lectura caen en picado, mientras nos anuncian el sorprendente «plan de derechos culturales» del Ministerio, una mezcolanza de monsergas ideológicas y vacuas, como si la cultura fuera un catecismo de buenas intenciones burocráticas.
Y para postre, una de nuestras joyas nacionales como es el vino, en crisis. Por debajo de los doce litros por habitante y año, ese hecho —que es tradición, territorio, modernidad, salud y buen humor— también pasa fatiguitas en este verano. Se bebe menos y peor, y quizá ahí esté el termómetro más fiable de un país que renuncia a uno de sus patrimonios.
Mientras tanto, el cambio climático se ríe a carcajadas. Al final van a tener razón los agoreros: todas las estaciones son iguales, convulsas y tristonas. Ya no hay veranos de helado y siesta, otoños de vendimia, inviernos de brasero ni primaveras de azahar. Solo un tiempo uniforme de sobresaltos, titulares de alarma y cielos incendiados.
El fin del verano siempre es triste, sí. Pero lo es más cuando se constata que, al paso que vamos, ya no habrá ni estaciones que añorar.