Escritores
Una de las paradojas más evidentes de la actualidad es la cantidad de películas que proliferan sobre escritores. Apenas se lee y la figura del escritor cobra más interés que nunca. Se publican libros sin parar y los catálogos de las editoriales están llenos de autores anónimos. Lo antinatural puede llegar a subsistir, al menos en forma de moda. Un escritor debe ser, como aperitivo y a la postre, una persona inteligente; y esto, querido Watson, es algo muy poco habitual. De un plumazo, he descartado al 90% de los que hoy se llaman escritores. Me refiero a los actuales, porque a los de antes de ayer ya se ha encargado el tiempo de cargárselos.
Un escritor es una persona que acaricia, interroga y escruta cuanto le rodea. Debe atesorar todas las fuerzas y las seducciones más irresistibles, porque eso es lo que hará que embelese al lector. Deberá tener algún contorno de alma inédita, un particular ángulo de visión para enfocar las cosas, que volcará en sus textos con vigor. Tengo amigos escritores, a los que la vida y la fama han tratado muy bien. Algunos disfrutan el secreto placer de contravenir la ley, por pura rebeldía. Son maestros en dirigir la luz, el color y las sensaciones; y camaradas del silencio, de la quietud y del orden. Organizar su genio les parece dificilísimo, en ocasiones imposible sin la ayuda de algún punto de apoyo externo. Un buen matrimonio, lejos del amor a la romántica, es una solución tan histórica como efectiva.
Luego he tratado a otros, cuya soberbia y perversidad han enflaquecido su talento, en caso de tenerlo. El gran público se equivoca mucho en estas cuestiones. Si gustase a todos, me pondría muy en guardia. El lector perezoso y distraído acepta por bueno lo que la mayoría; y si tienen buenos dibujitos o cuadros de algún amiguete para ilustrar sus lejanas hazañas así como una enorme máquina publicitaria detrás, se encuentra fácilmente el éxito. Se deja así atrás la calle de la amargura que es la profesión de las letras para alzarse en un monstruo tuitero, que vende cualquier cosa bajo su firma. En este lote hay uno que se lleva la palma. La grosería de su estilo es perfectamente proporcional a su amor por sí mismo.
Existe otro perfil con alma de artista. En este grupo, como en las brujas de Macbeth, “lo bello es horrible y lo horrible es bello”. Coincidí con un número uno en Suiza, en 2016. Participábamos ambos en un congreso sobre falsificación. Él iba a hablar sobre la falsificación literaria y yo sobre la pictórica. Aquella tarde de primavera, tuve el honor de abrir la sesión; él la cerraba. Al encontrarnos me dijo: “He soñado que coincidíamos en el avión y apenas he podido dormir”. La originalidad y la inspiración escandalosa y espontánea no se pueden fingir o comprar, se tienen o no se tienen. Aquí sí me permitiré confesar el nombre, como un subrayado espiritual. Enrique Vila-Matas y yo cenamos con el resto de conferenciantes aquella noche. Me sentía muy privilegiada por tenerle enfrente. Era parco en palabras, de mirada intensa. Una de esas bestias que se devoran a sí mismas.
Luego están los periodistas que se dedican a escribir libros como modo de ahogar las penas por lo efímero del periodismo. Podría continuar con la gama cromática de esta profesión, pero se me está acabando el espacio. Los espíritus superficiales no se dan cuenta de que las supuestas descripciones realistas tienen el claroscuro lleno de efectismo. No hay nada que me divierta más que elevar y rizar el lenguaje para ser incomprendida por todos ellos. Detesto la falta absoluta de solera, la verdad a bocajarro, la ordinariez como venganza. Como he dicho al principio, el primer requisito para ser escritor es ser una persona inteligente y, a partir de ahí, empezamos a hablar (o a escribir).
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