Los árbitros son de Sánchez
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Según se ha colado ya desde antaño, cada vez que el Barça vapulea al Real Madrid, Sánchez se frota las manos. Igual que su predecesor, Zapatero, que, encima, presumía de ser un esmerado escolta de basket siendo así que tiene los pies más planos que un mapa. Sánchez perdió las elecciones pero sigue en el machito, el Barça, sin el VAR estaría a siete puntos del Madrid. Son dos perdedores a los que circunstancias innobles les han aupado al poder. Sánchez es el Maduro de la política española que gobierna pese a ser un derrotado y el equipo catalán, que no se considera español, está asistido por una caterva de colegiados que son tan malos como vengativos.
En la macroesfera deportiva del país ya sólo queda un club que se atreva a plantar cara a esa ralea de individuos prepotentes que pululan por los campos de España como si fueran los sheriffs de Wyoming. Y en esta asociación de socorros mutuos existen -no se crean- grados. Por ejemplo, en lo más alto, se encarama un tipo, a punto de jubilación, ¡Dios en grande!, que atiende precisamente por Soto Grado. Es un chulo de Usera. Levanta el dedo amedrentando a los jugadores del Real Madrid y sonríe ante las genialidades -que lo son- del canario Pedri. Los pobres, los devastados de la Liga, se humillan ante esta cuadrilla porque les tienen más miedo que a los asesinos de La Manada. Hay que ver con qué clase de humildad impostada, de reverencia, se manifestaba este lunes el presidente del Rayo Vallecano que había sido atracado literalmente en la Montaña de Montjuic. El hombre, que en otros momentos va por la vida de Raúl, el retador, edulcoró el micrófono con sentidas protestas monjiles, rodeadas naturalmente de piropos a los árbitros, incluso al que le acababa de robar miserablemente una hora antes. ¿Por qué ese sometimiento de clarisa? Pues claro: para que la clase colegial no le apunte en la lista de equipos a los que hay que zurrar la badana, una lista justamente con un solo integrante: el Real Madrid.
Estos tipos vestidos de amarillo, el color que aterra en el teatro, o de rosa, primetime de Telecinco, han conseguido varias cosas y por este orden: la primera, impedir, están en eso, que el club de Don Santiago continúe ganando títulos; la segunda, que la fechoría mangante de uno de ellos, el tal Negreira, transcurra sin pena alguna; la tercera, que todos los equipos de la clase baja plieguen sus cabezas ante ellos no vaya a ser que les manden no ya a la nevera, sino al frigorífico donde maduran las chuletas de vaca. Se han convertido en el hazmerreír del fútbol universal que ya no les llama ni para dirigir el Bonn contra el Dresde pongamos por caso. Cuando, por un error de contrapeso, el pillo Infantino les envía a alguna cancha exógena, la arman en el propio verde, y es que poseen una sola neurona y está pasando la ITV.
Pero aquí, en el país, han logrado, que se les tenga pavor. No se entiende por qué cualquier español puede criticar las sentencias del Supremo, y tenga, sin embargo, que doblar la cerviz, callar antes las arbitrariedades -nunca mejor empleado el término- de esta banda de Curros Jiménez del balompié. No es que demanden respeto, que eso se lo tienen que ganar, es que exigen fervor porque ellos no admiten el debate. Son tipos que se piensan intratables y que se pasan la semana entera rezando a don Pedro Escartìn (el promotor de esto sujetos) para que les toque en el bombo el Real Madrid y puedan asestarle el siguiente zurriagazo.
Cuentan, naturalmente, con la aquiescencia y aplauso de algunos escribidores a los que les molesta el Blanco España del Real Madrid. Son alérgicos al polvo albo, pero de esto no estoy seguro totalmente. En el panorama general de la Liga el francés Mbappé aún debe estar preguntándose qué hace aquí a punto de ser mandado al quirófano por cualquier tobillero tipo Romero, el leñador del Español. No hay constancia, pero de la cosa no faltará mucho, porque todos los fines de semana reciben la correspondiente felicitación del presidente del Gobierno que en la Moncloa, Palacio que ya considera su lugar natal, espera noticias para saber cuántos heridos nuevos engrosan la caseta del Real Madrid. A su palco no ha ido nunca por dos motivos: una, porque al llegar sería recibido con la mayor pitada nunca oída, la segunda, porque además es gafe, según dijo acreditadamente otro de sus sicarios, ahora con asterisco, Ivan Redondo, el mayor vendedor de aire que vieron los siglos.
Sánchez y sus árbitros son el paradigma de la España de ahora mismo, donde se gobierna por revancha y se atiza a la primera marca mundial, o sea, al Real Madrid. Un ex futbolista de este equipo que tiene la gracia gatuna de un castizo me decía: «Cada vez que veo a un árbitro de estos me cambio de acera». Estamos a la espera de la siguiente fechoría porque por una vez, y como reza el himno sempiterno, el Real «cuando pierde da la mano», eso está bien, se admite, otra cosa es entregársela a un soplapitos para que te la corten. En eso estamos. Con los árbitros de la cueva sanchista. A la vera misma de su próximo atentado.
Pd.- Estoy seguro de que la acreditada liberalidad de Jaime González, aficionado de antiguo y decente del Barcelona, permitirá que esta crónica pueda colgarse en este periódico. Todo, espero, sin colgar al autor. Mil gracias, amigo.