Por qué la izquierda siempre piensa mal
La economía española creció un 2,5% el año pasado, bastante por encima de la media europea. En parte fue así porque también es la que más padeció azotada por la pandemia y el cierre cruento del sistema productivo adoptado por Sánchez, en aquella época aciaga en la que el nuevo caudillo apuntó con claridad su determinación de convertirse en el líder dispuesto a sacrificarse sin descanso por el bienestar general. Hay, sin embargo, una observación interesante que hacer sobre las palancas de este crecimiento, que tampoco debería sorprendernos, pero que parece desagradar a la izquierda puritana y prohibicionista que tan bien se desenvuelve en la escena pública en estos tiempos ominosos. Más de la mitad del intenso aumento del PIB tanto el año pasado como durante el primer trimestre de 2024 se debe a la pujanza del turismo y de las actividades y servicios que arrastra.
Por decirlo de manera sencilla, pero irrefutable, somos una potencia turística mundial gracias a un clima envidiablemente favorable, el número de horas de sol que disfrutamos y la calidad de las infraestructuras e instalaciones levantadas a lo largo de los años, que son, sin ningún género de duda, las más avanzadas y satisfactorias del mundo, tanto en los kilómetros de costa con los que nos ha bendecido la naturaleza como tierras adentro, iluminadas de paisajes y pueblos singulares y deliciosos que constituyen un atractivo creciente para la explotación comercial.
Tal evidencia debería ser motivo de orgullo y de reconocimiento general, pero la izquierda, siempre confabulada para aguar la fiesta, y esparcir la sospecha sobre los negocios más nobles y rentables, genuinamente destinados a proporcionar confort a los ciudadanos propios y ajenos, ha logrado instalar en la opinión pública la idea deletérea de que el turismo es una actividad contaminante y peligrosa, cuyo progreso hay que combatir a toda costa.
Como por lo general los izquierdistas viven en su gran mayoría del Estado o de las subvenciones y ayudas que éste proporciona, disponen de un tiempo infinito que dedican al activismo militante en favor de las causas más obscenas. Digo bien porque las que apoyan sin desmayo suelen ser nocivas para el interés común y, en estos momentos convulsos de desorientación general, para la industria más importante del país, cuyo desarrollo pretenden obstaculizar por razones espurias que en cualquier país normal no aguantarían un asalto.
La llegada millonaria de turistas es indiscutiblemente benéfica -a nada que presumamos en la gente un cierto sentido común-. Representa una jugosa transferencia de recursos del exterior que alimenta la riqueza de la nación, promueve la transformación radical del sector inmobiliario y al tiempo impulsa los ingresos por una actividad sometida a un intento abyecto de estigmatización.
Según los progresistas, que han conseguido persuadir a la derecha del supuesto altruismo de sus intenciones, el turismo en España se ha masificado y genera múltiples problemas a los nativos -al parecer amantes de la vida salvaje en soledad- e impide disfrutar a los vecinos, bien en propiedad o en alquiler, de la paz y el sosiego que ansían no se sabe con qué fin alternativo al de cerrar la puerta a los empresarios y a todos aquellos dispuestos a impulsar el nivel de renta del país.
Las consecuencias de esta clase de políticas están a la vista. Las leyes de vivienda impulsadas por el socialismo no han conseguido proporcionar alojamiento razonable a una demanda creciente, porque sencillamente son contrarias a liberar el suelo preciso para construir el número de pisos necesarios y presionar a la baja los precios. Las restricciones al alquiler, que castigan severamente a los propietarios, sólo sirven para constreñir aún más la oferta y multiplicar el coste de acceso a un inmueble, enfureciendo a esos jóvenes a los que la izquierda dice amar pero a los que tanto perjudica.
En los días pasados, se han producido manifestaciones de miles de personas en ciudades distintas denunciando la masificación del turismo y exigiendo unos controles que han demostrado allí, donde han estado temporalmente en vigor, su completo fracaso. Es singularmente una aberración que estas protestas hayan sido en especial numerosas en las Islas Canarias, un territorio miserable hasta bien avanzados los años sesenta del siglo pasado, y que ahora se ha convertido en una región pujante gracias al turismo, que aporta más de un 60% del PIB de la autonomía entre el sector hotelero convencional, la restauración y el resto de los servicios y puestos de trabajo añadidos que genera.
Se podría pensar que los manifestantes son más bien iletrados o incautos, pero yo me inclino más por categorizarlos como aviesos. Dicen que las islas no aguantan más, y que la invasión de los visitantes es agresiva e intolerable. Como siempre suele suceder, la realidad es completamente diferente e incapaz de justificar esta ofensiva que constituye toda una invitación al suicidio colectivo. Canarias tiene una extensión total de 8.500 kilómetros cuadrados y acoge regularmente a una población de 2,3 millones de personas. Es el territorio español con mayor superficie protegida por razones ambientales, que llega hasta un 60%, y sólo un 4% de la misma está ocupada por instalaciones relacionadas con el turismo.
La gente se queja en Canarias, igual que en otras partes de la nación, de la dificultad de acceder a una vivienda, e incluso de su bajo de nivel de vida, y acusa a este especie de suma cero a los turistas que llegan y vienen con dinero -que naturalmente gastan en negocios la mayoría levantados por empresarios nativos, o en todo caso españoles- y viven como Dios. Pero esta clase de sentimientos son primitivos, están inspirados por la envidia y el rencor, y exigen su satisfacción a quien jamás podrá dársela, porque ha sido básicamente la izquierda, al frente del Gobierno durante la mayor parte del tiempo -desde la muerte de Franco-, la causante de su presunta desgracia.
Sólo la izquierda, mas la inacción de la derecha cuando ha alternado en el poder, es la responsable de la falta de vivienda, del crecimiento de los precios y de la incapacidad legendaria para acercar la renta per cápita del país a la media de la zona euro. Ahora, todos los gobiernos, tanto de izquierdas como de derechas -abducidos desgraciadamente por el pensamiento único- la han tomado con las viviendas turísticas, que al parecer, sin fundamento alguno, dicen que perturban gravemente la vida de los barrios y estresan a los vecinos.
Hace unos años que mis hijos me convencieron de comprar un piso pequeño e intratable en el barrio madrileño de Chueca a un precio estratosférico, que convertimos en vivienda turística con todas las licencias oportunas y arreglamos a fondo para transformarlo en un espacio adorable en una de las zonas de la capital más entrañable y divertida.
Al comprar el piso aumentamos notablemente la renta de su dueña, una señora mayor viuda, y de sus hijos, que participaban de la herencia, al tiempo que continuamos dando satisfacción a la multitud de turistas que allí recalan y consumen toda clase de bienes y servicios de la capital sin molestar a nadie. Creo que hemos hecho un gran bien a la comunidad, naturalmente en busca de una cierta rentabilidad a medio plazo. Nadie de los beneficiados por esta clase de transacciones, que son miles, sale a la calle para exhibir su mejora material. Y es lógico.
En cambio, son los perturbados y los resentidos los que protestan sin descanso hasta el punto de persuadir al Partido Popular allí donde gobierna de la política de moda: la prohibición permanente de todo aquello capaz de proporcionar felicidad general y mejorar la vida de la mayoría de la gente. No hay mayor daño, dolor y perjuicio auto infligido que la demonización del turismo, que es la principal industria del país, nuestra gallina de los huevos de oro.