Apuntes Incorrectos

La trampa de los pobres y los ricos

La trampa de los pobres y los ricos
La trampa de los pobres y los ricos

Cuando estudiaba en la universidad, de eso hace ya muchos años, mi mejor amigo se llamaba Alfonso. Era un tipo inteligentísimo, que ya entonces tenía una gran conciencia política y que era de izquierdas, como la mayoría con los que he tratado casi siempre. Yo era un pipiolo, cualquiera podría decir que lo sigo siendo. Pero el caso es que un día que estábamos dando una vuelta, tropezamos con un mendigo a la puerta de una Iglesia y le di una lismona. ¿Cómo se te ocurre?, me reprochó. «De estas situaciones debe encargarse el Estado, que para eso pagamos impuestos», dijo. La verdad es que me quedé estupefacto ante la trascendencia que podía alcanzar un hecho tan banal.

Luego, ya en estos años, he recordado desesperanzado aquella anécdota tan elocuente cuando los miembros de Podemos dicen lo propio con motivo de las millonarias donaciones de Amancio Ortega, el dueño de Zara, a la Sanidad pública para las máquinas de tratamiento del cáncer. También ellos rechazan «esta clase de limosna» -a pesar de los enormes beneficios sociales que reporta- «porque el Estado debe contar con los recursos suficientes para dotar de los medios precisos al sistema hospitalario».
Ya que la realidad se encarga de demostrar que esto por desgracia no es posible, ni aquí ni en ningún país del mundo, me parece que hay que tener una mente muy retorcida o envenenada por la ideología como para rechazar las muestras de generosidad personal a cambio de nada, y según se ve, a riesgo de que algunos ministros del Gobierno actual te escupan en la cara.
Es propio de las dictaduras y de los políticos totalitarios que dirigen nuestro país, que por fortuna sigue siendo una democracia, torturar el lenguaje para persuadir a los ciudadanos de sus falsarias intenciones y ganar el favor popular a cualquier precio, por ejemplo pervirtiendo el significado de las palabras. Así, el presidente Sánchez ha bautizado el nuevo e infausto impuesto a las grandes fortunas como impuesto de solidaridad. Es una completa aberración. No hay ningún impuesto solidario porque todos ellos funcionan sobre la base de la coacción, de una obligatoriedad cuyo incumplimiento da lugar a una sanción. La verdadera solidaridad, mi modesta y ridícula limosna al mendigo -igual que todas aquellas contribuciones que se hacen a las instituciones benéficas, en ocasiones cuantiosas, o las donaciones de Amancio Ortega- es la que entraña coste personal, una disminución voluntaria de la renta peopia. Lo otro, el Estado de Bienestar del que la opinión pública parece tan orgullosa, se financia con impuestos, bajo la coerción, y no tiene nada que ver con la solidaridad. Los establecen, los suben y los bajan -los socialistas los aumentan indefectiblemente- sin preguntarnos, y a veces con nocturnidad y alevosía. Por eso, la política fiscal está fuera del juego democrático. Quiero decir que nunca se producirá una consulta sobre los impuestos por la sencilla razón de que la mayoría estaría en favor de bajarlos, aunque eso sí, gran parte de esta mayoría querría al mismo tiempo cuantas más prestaciones públicas mejor.

Hay algunos casos mucho más preocupantes, sin embargo. Por ejemplo, Patxi López, nuevo portavoz del PSOE en el Congreso, y una de las personas con menos luces a que ha dado lugar la naturaleza humana, declaró la semana pasada completamente desinhibido que «eso que dice la derecha de que el dinero está mejor en el bolsillo de la gente es una falacia absoluta, y si no, que cualquier ciudadano o ciudadana haga la prueba». ¡Pobre López! La gente, querido Patxi, ya lo ha probado, en Madrid, y a partir de ahora en Andalucía, en todas las comunidades gobernadas por el PP, e incluso están a punto de hacerlo en algunos feudos socialistas. Y la sensación que tienen es que pagar menos impuestos posee los mismos efectos adictivos que una droga.

La retórica socialista sostiene que la reducción de la carga tributaria en un país como España, que es el tercero en la lista europea en cuanto a esfuerzo fiscal -la relación entre los impuestos que se pagan y la renta per capita-, debilitará el sagrado Estado de Bienestar. Pero aunque la evidencia empírica demuestra que esto no ha pasado en Madrid, que tiene las mejores prestaciones públicas de la nación, ni va a suceder en el resto de las autonomías que sigan su estrategia, habría que decir que es una desgracia conservar un Estado social tan caro, tan ineficiente y tan perturbador.

La razón es que el propósito de extender las ayudas generalizadamente incluso a las personas que no tienen necesidades perentorias y que podrían sobrevivir por sus propios medios, dando lo mejor de sí mismos, siendo puestos a prueba, ha clausurado la natural inclinación humana por el riesgo y la aventura y ha creado una sociedad de parásitos que viven de la sopa boba y que reclaman progresivamente la satisfacción gratuita, a cuenta de los demás, hasta de los caprichos más excéntricos y absurdos.

En la improvisada reforma fiscal de la ministra Montero se reduce la tributación de las clases más bajas, pero éstas ya apenas contribuyen al sostén del Estado, pagan muchos menos impuestos que en el conjunto de Europa y además son el estracto social que más ayudas percibe. Aunque sea impopular decirlo, opino que esta estrategia fiscal equivale a instalar a estas personas en la trampa de la pobreza, rompiendo cualquier clase de incentivo o de estímulo para que prueben a volar por sí mismas, convirtiéndolas de hecho en una clase apestada, además de desagradecida y antipática. Este tipo de política está segmentando a la sociedad entre unos que no pagan nada y otros, de clase media para arriba, que pagan demasiado.

En el curso de esta dialéctica diábolica, Sánchez ha decidido descargar su artillería en las grandes fortunas, en 32.000 ricos, y castigar de nuevo a las empresas que han sobrevivido en pérdidas en la anterior crisis financiera, en la pandemia -en muchas ocasiones sosteniendo unas plantillas más elevadas de lo que necesitaban- y que ahora lo vuelven a tener muy difícil.

Nuevamente, es una estrategia desastrosa. De tal engendro no va a haber clase alguna de redistribución en favor los pobres, sino perjuicio para ellos. Los grandes capitales se fugarán del país camino de Portugal o de Andorra, dejando de gastar, de generar recursos fiscales, y peor aún, de invertir y procurar puestos de trabajo. Tratando de hacer daño a los ricos en verdad se va a causar un perjuicio inmenso a los pobres: habrá ineluctablemente más desempleo, salarios más bajos y menos capital para fortalecer la economía española, que buena falta nos hace.

Reducir la fiscalidad tampoco aumenta la desigualdad. Si Ayuso sospechara por un momento que esto es así, jamás habría impulsado sus políticas exitosas, ni desde luego Feijóo habría bendecido a Moreno Bonilla y los demás. Reducir la fiscalidad justamente promueve lo contrario, una mayor equidad, por medio de más crecimiento, más puestos de trabajo y oportunidades adicionales de prosperar para todos. En todo caso, y tal como explica el gran José Luis Feito, para enmendar la desigualdad estructural, para elevar significativamente las rentas más bajas sólo hay dos caminos: una reforma en profundidad del sistema educativo en el sentido contrario a las aprobadas desde tiempo inmemorial por los socialistas, y una reforma del mercado laboral que sitúe nuestra tasa de empleo y nivel de paro en los promedios europeos, que también debería ir en la dirección contraria a la de Sánchez. Dos empeños imposibles hasta que sea desalojado de la Moncloa.

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