Sánchez en el búnker
Al final lo más duro de la condena de Álvaro García Ortiz, ex fiscal general de Pedro Sánchez, ha debido de ser lo de la manifestación del domingo ante la sede del Tribunal Supremo. Solamente comparable en rigurosidad a los aplausos genuflexos que le tributaron al salir del juicio las personas de su oficina.
Triste destino para un revelador de datos reservados ajenos, y borrador de otros muchos más propios, el que recompensen tu sacrificio por la causa sanchista apenas unos centenares de jubilados a la hora del aperitivo y parte de tus subordinados. Y ello a pesar de la intensa movilización del aparato mediático gubernamental, siguiendo las consignas del Gobierno y del partido contra la sentencia de la sala del Supremo.
Las reacciones de los ministros han sido de una sinceridad cristalina sobre su turbia idea del Estado de derecho. Ahí estaba la de Óscar López, el ex responsable de Paradores cuando las fiestas de la pandemia de Ábalos, a quien se investiga por acaparador de coimas en su doble acepción, concubinas y sobornos.
Dijo el ministro de la Transformación Digital (sic) que García Ortiz «es inocente, a pesar de que lo diga el Tribunal Supremo». Por la misma lógica, López está admitiendo que también era inocente Bárcenas, puesto que fue sentenciado por dos de los cinco magistrados que se han pronunciado también en el caso del ex fiscal general.
Para López, diga lo que diga el Supremo en un caso o en otro, todo el mundo es inocente. La sentencia holística del ministro ha sido dictada sin conocerse aún la del tribunal, con un desparpajo totalitario sólo superado por el sonoro golpe de martillo que el presidente del Gobierno descargó sobre sus propias gónadas cuando dictó el fallo absolutorio de García Ortiz. Con un par.
A pesar de la paupérrima respuesta al llamado de Sánchez a montar la revolución de la «soberanía popular» contra el poder judicial por la condena de su de-quién-depende-pues-ya-está, las imágenes de las Salesas no dejan de ser inquietantes.
Se ha dicho con justeza que era una manifestación contra la igualdad ante la ley. Es realmente un vuelco de los valores democráticos para reivindicar los del feudalismo. No vayan a imaginar que hablo de la reinstauración del derecho de pernada, aunque tampoco andaríamos muy lejos cuando un ministro coloca impunemente a su colección de amantes en puestos costeados con el erario.
Me refiero a la ceremonia de consagración del poder absoluto sin contrapesos y sin posibilidad de alternancia, es decir, sin límites, donde el poderoso se cree por encima de la ley, a cuyo imperio estamos sometidos todos. Ya saben aquella máxima que los cerdos impusieron en la granja de Orwell: todos somos iguales, pero unos más iguales que otros.
La sentencia del Supremo nos recuerda, por encima de cualquier otra consideración, el principio de la igualdad ante la ley, no ya sólo fundamentalmente democrático, sino esencialmente civilizatorio. Lo que queda bajo la ruina de este principio es la arbitrariedad, que es el camino a la barbarie.
Las llamadas desde el Gobierno y sus terminales mediáticas al zafarrancho contra el supuesto «golpismo judicial» son una amenaza escalofriante que solo sugiere violencia y enfrentamiento.
La pendiente fratricida se abre bajo los pies de la sociedad española por la temeraria voluntad de quien quiere azuzar a unos españoles contra otros pensando que así se garantiza la impunidad. A río revuelto, ganancia de pescadores de comisiones. La paz social bien vale una noche de farra de los socialistas más intrépidos en el uso lascivo de los impuestos.
Sánchez ya lleva tiempo encerrado en el bunker de la resiliencia a ultranza. Por la tronera de su fortín solo ve enemigos a los que abatir, contra los que utiliza ya, como en las dictaduras de corte estalinista, a los allegados de sus rivales para tratar de doblarles el espinazo, tal cual se ha demostrado con el caso que nos ocupa.
Ha perdido la mayoría parlamentaria de la que alardeó un día, ahora sabemos que zurcida al pespunte en los costurones más indignos: primero negaba su disposición a dar puntada alguna con los proetarras o los golpistas catalanes, para después meterla doblada por el ojal, incluso el de sus propios votantes.
Tiene imputados por corrupción a dos secretarios de organización del PSOE consecutivos que se traspasaron, más que las riendas del partido, las del negocio. Resulta inverosímil que el responsable del nombramiento de Ábalos y Cerdán, sus compañeros de periplo en el Peugeot, desconociera el cariz de ese traspaso.
Es más verosímil que el titular del partido fuera a la vez el titular del negocio, y que los relevara con pleno conocimiento del efecto gatopardiano: que así todo cambiaba para que nada cambiara.
Se investiga además en Ferraz a la nueva «Motorizada», con Leire Diaz como jefa de la banda, a la que Sánchez habría ordenado «limpiar sin límites», al parecer para guardar las espaldas de los que a diario bajaban a la mina clandestina a explotar la veta del presupuesto público.
El caso de la mujer y del hermano son la espuma de los días de quien se cree intocable hasta en los chanchullos más domésticos y rastreros. Con la condena de García Ortiz, Sánchez ha probado por vez primera la insoportable levedad de lo inevitable. A pesar de todo, preferirá que todo se derrumbe sobre las cabezas del resto de los españoles antes que reconocer que su poder está acabado.
Si Ulises se hizo atar al mástil de su nave para resistir al enloquecedor canto de las sirenas, Sánchez pretende dejarnos a los españoles a merced del enloquecedor canto de la discordia para seguir atado al poder. Al final, la Historia le recordará solamente por haber hecho resonar este canto maldito.