Rajoy sigue en Génova
Rajoy sigue en Génova. Quizá nunca se fue, al menos su espíritu, tendente a la contemplación y el descanso. La historia, hija del capricho y la interpretación, puede que sea generosa con él y no le otorgue como legado principal habernos dejado a Sánchez, sino ser el tipo que implantó su pachorra intelectual y política como estrategia imperecedera en el partido que se lo dio todo y bajo cuya presidencia no hizo nada. La nada, esa idea que todo lo puede y que, junto a la quietud, ejercen de solución balsámica para los problemas, según el catecismo mariano. No se conocen casos en la historia política en los que una mayoría absoluta sirviera para tan poco.
Y es que no hacer nada se ha convertido en Génova trece en algo más que un eslogan sobrevenido; una forma de entender la vida y la política. No entienden en aquella santa sede la batalla cultural porque no alcanzan a comprender la importancia que tiene el lenguaje en el devenir de los acontecimientos. En fechas recientes, leemos tribunas y escuchamos a tribuneros con plumaje reconocible instar a que Feijóo repita la arriolista táctica del inmovilismo, una idea nefasta para los intereses del propio Partido Popular y de España, como ya se ha visto en el pasado. Los complejos y tibiezas nunca fueron los mejores aliados de una victoria sociológica. Ni siquiera esperando una alternancia que esta vez no llegará por cansancio ni rendición, sino por constancia en la batalla de las ideas, en esa guerra por la libertad que parte de la derecha se niega a plantear. Algo falla ahí dentro si Sémper elige equidistancia entre Sánchez y Abascal cuando en este lado de la balanza esa tesitura tendría rápida y fácil respuesta si la diatriba es entre Borja y Yolanda.
Todo en política es lenguaje y según cómo definas el campo de batalla, nombres los temas a debatir e invites a tus adversarios a bailar sobre tu tablero de juego, más cerca estarás de la victoria. Así lo lleva entendiendo la izquierda desde que Gramsci definió la batalla política como algo cultural y Laclau, en su versión moderna, deconstruyó la lucha de clases para convertirla en lucha de causas. En el universo conceptual del zurdo presente, todo es percepción, sentimiento, causita y victimización. Todo es hegemonía del colectivo y antagonismo en quien lo oprime, que, por supuesto, es la derecha criminal, la ultraderecha fascista y el reaccionario canónico. Ante eso, ¿quién le opone resistencia?
El otro día tuve el honor de presentar un libro que llevaba por título Venenosos y por subtítulo cómo combatir el lenguaje totalitario de las izquierdas. Su autor es Óscar Rivas y en el ameno debate que mantuvimos, llegamos a la conclusión de que sólo definiendo al socialismo y a la izquierda como lo que es y construyendo un marco de batalla léxica y semántica propio para ejecutar las ideas, es posible vencer y convencer al ciudadano de que las ideas de libertad son superiores en lo moral, en lo político y también en lo estético a las que presume de tener la izquierda, en su vertiente socialista o en su deriva metastática y asesina, comunista.
Así, desde cualquier púlpito y tribuna liberal o conservadora debe asumirse que al socialismo se le vence cuando se le define, y se le define por su historia y sus crímenes, no por su necesidad de conversión, quimera que nunca ocurrirá. El socialismo, y esto conviene repetirlo todos los días, a todas horas y en todo momento y lugar, es la mayor mentira de la humanidad con la mejor propaganda de la historia. Esto significa que han dedicado sus esfuerzos a la venta de lo que dicen ser para que la gente no perciba lo que realmente son, y, así, la consecución del poder se hace imprescindible para cambiar la historia, modificar las conciencias y adulterar las mentes, algunas tan quemadas y podridas que seguirían votando socialismo aunque su miseria inunde todo lo que les rodea.
El socialismo es esa ideología que necesita construir muros internos en los países que gobierna para que la gente no escape de sus cadenas, aunque venden como progreso lo que sólo es avance para sus élites. Las ideas de libertad, donde se han aplicado, han generado prosperidad, reducción de la pobreza y democracia parlamentaria con alternativas sanas y duraderas. Los liberales no queremos igualdad, queremos que se reduzca la pobreza. No queremos que el Estado resuelva los problemas, porque no sabe ni puede, sino que el individuo sea responsable de sus acciones, libre en su toma de decisiones y en la búsqueda de alianzas que permitan desarrollarse y vivir acorde a sus planteamientos.
Si entendemos el contexto actual, concluimos que a la izquierda no se le saca del poder con apelaciones al socialismo templado, un oxímoron que sólo desde la mentalidad pachorra del rajoyismo puede entenderse como abandono de las ideas propias y de quien las sujeta, el votante. Hay que ir más allá y eso empieza por subrayar el retroceso social, económico, institucional y moral que supone el socialismo siempre que llega al poder. Y contarlo, narrarlo y explicarlo en tribunas parlamentarias y mediáticas, dentro y fuera de la campaña electoral, en entrevistas y mítines, en manifestaciones y encuentros, en la calle y en las plazas. Porque el socialismo como mejor vive es saqueando los bolsillos ajenos y anestesiando a quienes, ingenuamente, aún le votan. Sólo le faltaba, además, recibir apoyo de quien debería configurarse como alternativa política y no como continuismo mariano. Para sacar a Sánchez de Moncloa primero hay que sacar a Rajoy de Génova. Y después, unir a la derecha y reunir a esos liberales y conservadores que un día, por culpa de la nada y la quietud, se fueron.