Los condes de Peraleja

Los condes de Peraleja

Trinidad Ybarra Menchacatorre nació el día de Santa Margarita en la sevillana calle San José, en la casa de los Ybarra. Llegó a este mundo el mismo año que la británica Virginia Woolf y que el irlandés James Joyce. Esta jerezana de adopción, que nació detrás de sus hermanos Pepín y Dolores y antes de Manuel, María e Ignacio, viviría setenta y seis años. La infancia fue entre Sevilla y Bilbao. En un crucero a Tierra Santa conoció al que sería su marido, Luis López de Carrizosa y Giles, I conde de Peraleja. Pertenecía a una noble y antigua familia andaluza, con casa en Jerez de la Frontera. Nacido en 1867, Luis era el sexto hijo de los siete varones habidos en el matrimonio formado por Francisco Javier López de Carrizosa Pavón y María del Rosario Giles Rivero, marqueses de Casa Pavón. Fueron sus hermanos: Javier, que heredaría el título principal, marqués de Casa Pavón; José María, marqués de Casa Bermeja; Miguel, marqués de Mochales; Álvaro, conde del Moral de Calatrava; Lorenzo, marqués de Salobral; Pedro, barón de Algar del Campo; y Vicenta, que se casó con Pedro de Giles López de Carrizosa.

En aquellos años, Jerez vivía el esplendor que le ocasionó el fruto de su tierra, años eufóricos que había disfrutado un adinerado vasco, Ricardo de la Quintana Murrieta, dueño de un banco inglés que hacía negocios en Jerez. Allí conoció a la que sería su mujer, la hija de un prestigioso bodeguero, Josefa González de Soto, a la que se llevó a vivir con él a Londres. El hijo de ambos, Cristóbal de la Quintana González, heredó la finca jerezana El Altillo, lugar en el que crecieron sus siete hijas en un ambiente de marcado acento británico, que fue diseñado con la ilusión de que la alegre sociedad jerezana pudiera bailar allí los valses de Strauss. Los refinados gustos de aquel dandy eran compartidos por algunos de sus amigos, como Manuel Domecq Núñez de Villavivencio, I vizconde de Almocadén, casado con María de las Mercedes González Gordon, hermana de su mujer. A aquella idiosincrasia que marcó la exportación de los vinos jerezanos a Inglaterra primero, y al resto del mundo después, se añadiría la ascendencia vasca que compartía esta familia de la Quintana con Trinidad Ybarra Menchacatorre, favoreciendo el entendimiento entre ellos y fomentando la inevitable endogamia.

En 1910, año que se inició la pintura abstracta con la primera acuarela de Kandinsky, Luis y Trinidad se casaban dando rienda suelta a lo que Goethe calificó como “corona de la vida, felicidad sin interrupción eres tú, ¡oh, amor!” Contaba ella veintiocho años y él cuarenta y tres. El matrimonio se fue a vivir a una finca a la que llamaron El Recreo de San Luis, en Jerez de La Frontera. Por allí pasó lo más granado de la sociedad española de aquellos años del siglo pasado. La condesa de Barcelona, María de las Mercedes de Borbón y Orleans, pasó tardes en aquel apacible jardín, junto a su cuñada, la condesa de París. Era íntima amiga de la consuegra, Carmen de Arcos Segovia, hija de los condes de Casa Segovia. Las Infantas Luisa y Esperanza también pasaron allí muchos días, así como la Infanta Isabel Alfonsa, que iba rigurosamente todos los miércoles a almorzar. Otro asiduo visitante fue Francisco Moreno Zuleta, conde de los Andes, ministro de Alfonso XIII, íntimo amigo de Trinidad, que acudía a visitarla frecuentemente con su mujer, Carmen Herrera.

Los niños llegaron enseguida al hogar de los López de Carrizosa Ybarra. Como era tradición, los tres primeros -Luis, Rosario y José María- hicieron, con sus nombres, honor a sus abuelos. Luego llegó Francisco. Una tarde del año 1916 en que, en aquel espléndido jardín que tenía su hogar, el matrimonio observaba divertido la particular manera de gatear que tenía aquel bebé, nada hacía presagiar que serían las últimas horas que aquella familia reiría unida. Era 11 de enero. Un infarto se llevó aquella noche a Luis al otro mundo, dejando a Trinidad embarazada de tres meses. Así fue que Iñigo nacía seis meses después, siendo un hijo póstumo, y estableciendo con su madre un vínculo especialísimo y perpetuado luego por su primogénita, Trinidad López de Carrizosa Ivison, quien me reconoció que “yo era una pegatina de mi abuela, siempre pegada a ella. La adoraba. Su muerte marcó mi vida para siempre”. Fueron así cinco los hijos de Luis y Trinidad: cuatro niños y una única niña, Rosario, a la que llamaban Nena.

La condesa viuda de Peraleja, arropada por su numerosa familia, educó a sus cinco hijos. Los veranos de esta familia fueron inicialmente en tierra vasca, en Las Arenas. La llegada de los nietos fue la gran fuente de la sed de sus ilusiones. El primero en llegar fue, como hoy me reconocen algunos otros, su favorito para siempre. Luis López de Carrizosa Domecq fue el primogénito de su hijo Luis y de su mujer, María Fernanda Domecq González-Gordon; su única hija, Rosario (Nena) se casó con Pedro González Díez, marqués de Torresoto de Briviescas; José quedó soltero; Francisco se casó con la catalana María Luisa Cosca de Llanza Albert, hija del duque de Solferino; y el pequeño, Iñigo, se casó con Dolores Ivison de Arcos. En total estos hijos le dieron a Trinidad Ybarra cuarenta y un nietos.
“Buenos días, ilustre Trini, querida madre y nunca bien ponderada condesa”. Con el brío que se desprende de este saludo entraba todas las mañanas en su habitación, sobre las diez y media de la mañana, Francisco López de Carrizosa Ybarra para despertar a su madre en sus últimos años de vida. Paco, su cuarto hijo, tuvo una gracia especial que provocó infinitas risas en una madre educada bajo la austeridad del carácter vasco materno, pero que vivió rodeada del desenfado y gracejo del sur, tanto por nacimiento como por su matrimonio.

Entre el encanto y la gracia innata de la única nieta que lleva su nombre, la brisa de aquel nido Ybarra, el Recreo de San Luis, el olor jerezano a barrica, las esculturas ecuestres de su sobrino nieto Nicolás Ybarra Domecq, la imagen de un crucero inmemorial a Tierra Santa y la idea de familia unida como eje vital por excelencia se evaporan mis palabras sobre esta Ybarra que honró con su impecable trayectoria vital a toda su descendencia. María Jesús, la muchacha del comedor, que era una gitana con desparpajo, cuando oía unos pasos acercarse a la finca le decía: “Ea, Sra. Condesa, otro que viene a ponerse debajo del manto”.

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