Acerca de Carmen: lección de memoria histórica
Puesto que los políticos deciden sobre la manera de gobernar la historia sin consultar a los pilares de la historiografía contemporánea, voy a ejercer mi otra profesión -historiadora-, con el objetivo de enseñarles a gestionar los datos. Nada de falsa humildad, señores, muchas horas de trabajo, de estudio y de reflexión, sumadas a las obligadas dosis de honradez y rigurosidad que esta disciplina científica requiere: no hay más misterios. El tema que he escogido es un patrimonio inmaterial muy enraizado en nuestra tierra. Analizaré su reconversión de acuerdo a los valores cambiantes de cada época. El germen, en este caso, es literario, pero las causas son sociales y económicas. Para hacer historia, hay que valorarlo todo, cada voz da una pista.
En la literatura del siglo XIX palpitó una sensibilidad erótica bastante escandalosa. Europa era un hervidero de pasiones. París y Londres eran las capitales que mantenían el estandarte de la vanguardia. La inmensa mayoría de las obras literarias y creaciones pictóricas de aquel siglo salieron de autores franceses e ingleses. La propia Carmen, mito erótico andaluz y la femme fatale española por antonomasia, fue creación de un escritor francés. Fue entonces cuando la idiosincrasia del estereotipo quedó trazada bajo la premisa del miedo y ansiedad masculina ante las nuevas aspiraciones de la mujer fuera de su papel conyugal y maternal. Mérimée la llamó Carmen en 1845, Wedeking inspiró a Lulú a través de La caja de Pandora (1904) y Robert Siodmark, sobre el relato corto de Hemingway, dirigió a la bellísima Ava Gardner como Kitty Collins en Forajidos (1946), demostrando así que la construcción de la utopía de femme fatale seguía aún activa en la conciencia social.
Los viajes de Prosper Mérimée a España se encuadran dentro de la moda romántica de viajar a tierras exóticas. Su personaje fue concebido en una gran parte por las historias que le narraron los Condes de Teba y de Montijo, padres de la futura esposa de Napoleón III, Eugenia de Montijo, a quienes conoció casualmente en una diligencia y con quien entabló una larga amistad. La pasión irresistible y fatal, los celos y la violencia son los protagonistas de esta novela corta que tanta transcendencia ha tenido en creaciones posteriores. La belleza de Carmen es intrigante y fascinante, rasgo común a todas las mujeres fatales de la historia, así como su sensual voluptuosidad que disfraza la impureza de su alma. El estereotipo que ella representa utiliza sus encantos para dirigir al hombre y conseguir su propósito, siempre deshonesto. Carmen es amoral, pero, sobre todo, libre. La descripción original del personaje, una gitana andaluza, es de tal riqueza de matices que nunca ha sido superada por ninguna otra representación posterior, ya sea musical, pictórica o cinematográfica.
El debate sobre la construcción del mito de la femme fatale continuó imparable durante aquel siglo y el siguiente, dando el salto a los nuevos soportes que iban apareciendo y que llegaban cada vez a más capas de la sociedad. Primero sucedió a través de la publicidad, hija predilecta del nuevo capitalismo que avanzaba imparable. Comenzó a utilizarse el cuerpo femenino como un espectáculo y el inicio de la comercialización de la rebeldía y el erotismo. Se inicia así, a finales del siglo XIX, de manera casi inconsciente, la elevación de la persona al nivel de mercancía, algo aceptado actualmente en los valores sociales con total naturalidad.
De esta manera, en las primeras décadas del siglo XX, apareció en el juego de roles femeninos una nueva pieza de ajedrez que entorpecía el hasta entonces perfectamente definido tablero de fichas blancas (María, el modelo doméstico aceptado moralmente bajo el fuerte catolicismo imperante) y negras (Eva, la ambiciosa y peligrosa hija de la perversidad). La mujer-mercancía, la señorita-maniquí es la tercera vía que surge entonces al amparo del capitalismo y que desembocará en una nueva identidad que se alejará del estereotipo de femme fatale tal como se concebía hasta entonces, principalmente porque su objetivo no es seducir al hombre, sino, muy al contrario, a la mujer. Este nuevo cliché, que desembocará en las modelos profesionales, tenía la función de fomentar “la fábrica de sueños” durante la eclosión de las sociedades de consumo modernas y crear en la mente femenina la ecuación -tan aceptada aún hoy día y tan útil para los comerciantes- de que la belleza conseguida gracias a la prenda perfecta es igual a la felicidad.
En este nuevo clima de euforia consumista, asociada muy equivocadamente a la libertad y movilidad social, el estereotipo de femme fatale, la utopía de mujer que estamos construyendo, siguió su curso a través de la gran pantalla. El cine fue el nuevo medio por el que la mujer seguía siendo “el juguete más peligroso” para el hombre. La enorme diferencia con respecto a la literatura del romanticismo oscuro y la pintura que la acompañó es que al cine podía acceder prácticamente toda la población. Es el cine el que popularizó el glamour y la sofisticación que actualmente asociamos a la femme fatale. El negocio del espectáculo, la industria de la moda y la imagen de la mujer fuerte y poderosamente atractiva tuvieron su mejor aliado en la nueva ola de actrices que surgieron durante la Gran Depresión. Ellas abrieron un nuevo perfil de femme fatale que pone de manifiesto que el ideal seguía vivo y nada hacía presagiar que fuera a desaparecer. La femme fatale de los románticos lo era con las medias rotas como la Carmen de Mérimée, la del siglo XX debía ser sofisticada, pues su papel tenía que pasar por caja.
No obstante, la persistencia de algunas normas tradicionales de comportamiento seguía -y sigue- muy vigente. A fin de cuentas, se trata de una rebelión contra el nuevo orden social y la tradicional distribución de papeles. Pero, no obstante, hay una realidad que, por mucho que se avance, es insalvable: es la mujer y sólo ella la que engendra y, antes de eso, debe seducir al varón para que eso sea posible. Se puede hacer un alto en la civilización, pero si no queremos que esta desaparezca, hay que respetar la naturaleza propia de esta realidad para que la especie continúe. ¿Cómo omitir una objetividad como ésta? En mi firme propósito de huir de lo convencional y trazar una línea en el aire, más espiritual, recuerdo que el hombre y la mujer son un hervidero de pasiones y que, gracias a ellas, estamos hoy todos los presentes aquí.