A cuenta de los membríscalos: lengua, banderas y educación

A cuenta de los membríscalos: lengua, banderas y educación

Mi amigo es una persona sencilla y peculiar, un hombre de campo, que me echa una mano en el cuidado del jardín de mi casa, con el que disfruto de largos ratos de conversación y que, pese a su poca formación, me hace aprender mucho de las personas, de la vida, de las cosas. El otro día, me decía que se encontraba hasta los “membríscalos” —término muy suyo que sin encontrarse en la RAE, creo, no precisa explicación— de lo que estaba pasando en este país nuestro, que no entendía cuál era el motivo de la discusión de su unidad cuando era algo de “toda la vida de Dios”, que no sabía por qué, ahora, una pandilla de “mal alimentaos” se empeñaba en destruir lo que llevábamos siglos construyendo con lágrimas, sudor, sangre y muchos esfuerzos.

Me contaba que él no conocía la multitud de banderas que se habían creado en este país para identificar las comunidades autónomas, que él se sentía muy castellano, su hermano muy madrileño, su hijo muy canarión, pero, tanto colorín, ni lo entendían, ni sabían bien para qué servía, como no alcanzaba a comprender que si la idea era acercar la administración al ciudadano, para qué tanta fanfarria o bambolla, politicón y descuidero. Cuando intenté realizarme un esquema mental con el que contestarle, recordé cómo mi padre me contó que, en su infancia y residencia en Tortosa, él había bailado la sardana e incluso aprendido y hablado el catalán junto a los Guardias Civiles que acudían por el Banco de España —sorprendente si escuchas a los “indepen”, pero cierto—.

Frené mi impulso locuaz y me vino a la memoria la discusión sobre qué colores debía de tener la bandera de la Comunidad de Madrid, de Extremadura… y alguna más, para, cuando volví a recomponer mi ansia de respuesta, aparecer mi hija pequeña, que se encontraba haciendo deberes, y preguntarme sobre la Edad Media en España, con lo que además de impedir mi contestación me hizo volver a reflexionar en la falta de formación que paulatinamente hemos ido teniendo en las sucesivas generaciones, pues, yo me siento analfabeto funcional si me comparo con la que tenían nuestros padres, pero un auténtico premio si la comparación la realizo con los de la generación mejor formada de la historia de España.

Para cuando quise darle contestación, él ya se había podado medio muro divisorio y se reía de mi flojera para seguirle en el trabajo. Cansado, en lo físico, y  vapuleado mentalmente por mi amigo, me daba cuenta de que en este nuestro país nos da miedo exigir educación, formación y cultura, nos acongojamos ante una padilla de “mangarranas” que insultan nuestra bandera, nuestra patria, nuestro himno, nuestra cultura y, encima, se autodenominan progresistas, acusando a los que sólo queremos vivir en paz y en libertad de fascistas, criminalizando al bobo que se le ocurre hablar de Franco, pero ensalzando al estúpido zurriburri cruel que loa a los terroristas, a los que se protege argumentando libertad de expresión. Surgirán “rufianes”, bellacos, granujas, estafadores, pícaros, sinvergüenzas, trúhanes, bribones y canallas que se defenderán entre sí, nos robarán la cartera y, encima, les habremos de pedir perdón. Pues, por más que se empeñen, señores, eso no es democrático, no es democracia, ni decente, lo diga Santiago, Iglesias, Gabriel o la buscona de su portera. ¿Cuánto tendremos que aguantar, cuántas mentiras y sapos nos habremos de tragar, los que sólo sabemos trabajar y vivir en paz?

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