El censor fascista y sus cómplices informativos

El censor fascista y sus cómplices informativos
El censor fascista y sus cómplices informativos

Una vez, corría 1981 el año del golpe, le montamos un pollo de no te menees al secretario de Estado de Información. Se llamaba Ignacio Aguirre Borrell y era el liberal más señor que yo haya conocido nunca. Resultó que estábamos en una rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros y, tras una hora, ¡una hora! de preguntas y respuestas, el secretario anunció que tenía que terminar aquella vorágine. El revuelo fue monumental porque tres colegas, entre ellos este firmante, nos habíamos quedado con las ganas de plantear algunos interrogantes que a la sazón nos parecían decisivos. No fue posible, se acabó la comparecencia y al día siguiente, uno por uno, Aguirre llamó a los imposibles informadores, les rogó perdón y les transmitió la razón, la causa, de la brusca interrupción: “No he tenido más remedio; a las nueve de la noche estaba convocada una cena de gala en el Palacio de Oriente para festejar la visita de… (no recuerdo si era un rey occidental o un republicano de poca monta) y no tenía otro remedio que ser puntual y, por cierto -reía- de vestirme para la ocasión”.

Recuerdo a la perfección este incidente que nos valió a varios de aquellos asistentes frustrados para consolidar una fructífera relación profesional con aquel alto funcionario, de manera que, viernes a viernes, se sometía, sin el menor rictus de desagrado, a las invocaciones de los periodistas. Supe, porque me lo contaron colegas de muy alto copete, que aquel suceso pudo terminar como el rosario de la aurora, con el abandono general de todos los periodistas que, por lo común, eran enviados especiales de sus medios a las conferencias de prensa del portavoz. Aquel día, este cronista empezó su crónica en Abc rememorando una sentencia que le había escuchado a Juan Aparicio, profesor en la Escuela Oficial de Periodismo. Aparicio, director general de Prensa con Franco y jefe de la censura, era un granadino con malafollá, una memoria sin límites y una capacidad de adaptación a los tiempos que fue famosa cuando Fraga publicó su famosa y “aperturista” (un chollo para lo que se había padecido aquí) Ley de Prensa. Tanto, que en una clase en la citada Escuela ya habló con supuesta convicción de los nuevos tiempos informativos, y dijo sin mudar la color: “La libertad de prensa consiste en aceptar preguntas impertinentes”.

Algo que efectivamente nunca había hecho él. Pero los alevines nos quedamos con la copla y la seguimos cantando, citando la procedencia, cada vez que existen síntomas de que el poder político intenta domeñar y aherrojar esa libertad. Por ejemplo, ahora. En poco más de quince días hemos asistido a dos atentados furiosos contra el Periodismo independiente; en uno de ellos, Sánchez y su acólito de ocasión, un sectario socialista muy volcado al independentismo, una tal Françec Vallès, impidieron que colegas de medios no afectos a este infame régimen pudieran interrogar al aún presidente sobre evidentes cuestiones de actualidad. En otro, de este mismo martes, los conmilitones de la Secretaría de Estado de Comunicación convocaron a un acto informativo, un anglófilo briefing, únicamente a los representantes de diarios, papel y digitales, cadenas de radio y canales de televisión, que actúan como sus esmerados cómplices, de tal manera sólo faltó a la cita Pablo Iglesias convertido ahora en predicador estalinista en diversas instituciones de comunicación, básicamente independentistas y terroristas.

Los medios agredidos por la exclusión lo han denunciado pero a mi juicio, y con perdón, han cometido un pecado muy irreparable: citar en la relación de medios censurados a unos pocos entre ellos, los demás han padecido similar marginación a la perpetrada por los censores fascistas de Moncloa. Y ésta que proclamo no es es una nostalgia de abuelo cebolleta, es una denuncia del escaso aprecio que se tiene en este país por la libertad de prensa. Hace unas fechas, cuando estalló el primero de los casos de eliminación sectaria a que me he referido, la Asociación de la Prensa de Madrid perdió una ocasión formidable de estallar contra el insolente comportamiento del Gobierno de Sánchez; se limitó a difundir un comunicado que más parecía un pellizco de monja en la faz pétrea de Pedro Sánchez.

Aquí ya se ha instalado una conducta con los medios cercana a la “libertad vigilada” de Fraga. Se escoge a los amigos y se aparta a los críticos. O el periodismo en general reacciona mancomunadamente o, en muy poco tiempo, si este ejército de rufianes continúa detentando (escribo a posta “detentando”), los informadores acudirán a las conferencias de Prensa de este Gobierno, en calidad de meros recaderos, recogedores de la papela correspondiente. Ese será su nivel y esa será su misión. Claro está que los correveidiles no correrán de esta manera el riesgo de ser objeto de insultos o amenazas al estilo de lo que vomita Rufián, el socio de Sánchez, que hace honor a diario del apellido que lleva con tanta prestancia. Ahora, no es que la libertad de prensa genéricamente dicha, esté en peligro; no es que está en almoneda, vendida por algunos y disimulada por otros. “¡Cómo es posible gobernar y reformar el Estado con el beneplácito de la prensa!”. Lo escribió Fouché, un genio absolutamente totalitario que, de vez en vez, soltaba sentencias a granel para disfrazar su apuesta por el control sanguinario del poder. Esta que traigo a colación es una muestra más de cómo los mandatarios más voraces contra la Libertad de Prensa se envuelven en grandes y altisonantes palabras para encubrir su voracidad letal contra esa Libertad. O sea, Pedro Sánchez Castejón en estado puro.

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