Fernando Alonso hace magia en la exhibición de Mercedes
Rusia nunca prometió un escenario tan animoso como el clasificatorio: Lewis Hamilton y su box plateado se han obcecado en calzarse las mallas y el antifaz en este inicio de temporada. En ocasiones todo parece un truco hollywoodense en busca de un espectáculo demacrado que ahora sólo espera la ya oficial Fórmula 1 de 2017. La búsqueda de un guion escrito por Nolan en el que nunca sabes cuál será el final y su sentido.
La salida no la hubiera firmado ni Quentin Tarantino: una carnicería de toques que acabó con Vettel dándose de codazos con todos. Su Ferrari se fue a la cuneta tras una caricia lateral de Kvyat junto con el de Hulkenberg. La imagen desoladora del casco blanco negando con la cabeza y maldiciendo en todos los idiomas conocidos (y desconocidos) por radio. Segundo abandono de Seb en cuatro careras. A Arrivabene se le comienza a borrar la sonrisa que les prometía victorias. Ferrari se ancla en esa mediocridad incómoda que tanto desencantó a Fernando Alonso.
Un Alonso que con su MP4-31 pescaba en río revuelto: sin quererlo ni beberlo era 7º. Tocaba rezar para que la degradación, el ritmo y el motor Honda de su McLaren aguantaran sin ceder a la presión. Visto lo visto en clasificación, el escenario presentado era como un cola-cao con galletas tras una siesta: pura vida.
Pérez pinchaba, los Red Bull entraban a poner medios y el Safety Car daba un par de vueltas. A Rosberg nadie le tosió y sólo Lewis Hamilton, desde la lejanía, amenazaba su liderato. El 44 se había levantado hablando brasileño y en la vuelta 8 ya era 3º. El martillo se podía escuchar tambaleando el asfalto de Sochi y Rosberg, quizá, lo veía relucir por su retrovisor.
Bottas ardía en el infierno de Hamilton sin sudar ni una gota. Resistía como un integrante del dúo dinámico a los ataques del Ayrton Senna moderno… que veía llegar por detrás hielo carbónico: Kimi Raikkonen. Los Red Bull se peleaban por detrás con los Sauber levantando suspicacias ante la decisión de poner los Pirelli más duros aquí. Sangraban segundos y lo de colocar una tirita de superblandos en boxes ya no era una opción.
La guerra en el pit lane condenaba al Williams, y Hamilton le acababa pasando en pista. La imagen anecdótica fue la de Lewis y Bottas pasando después a Fernando Alonso con la facilidad con la que se abre un botellín. En la zona más revirada resistía; en la recta, la imagen aérea sonrojaba a todo Japón: a ese V6 Turbo le falta todavía mucha arquitectura e ingeniería por pulir.
Alonso saca la magia
La carrera se fue convirtiendo a cada giro en un chicle extra largo que, paradójicamente, agota su sabor velozmente, forzando su utilidad insípida a mero desestresante. Tras el frenesí inicial, el dibujo ruso envolvía y helaba la prueba que, como en un mónologo, esperas el momento en el que llegue el chiste gracioso. Button se peleaba por detrás por entrar en unos puntos que, mágicamente, Alonso tenía en su bolsillo. Continuaba séptimo con un ritmo no mejor que los de delante y no peor que los de detrás. No degradación, sí party.
Hamilton recortaba segundo y medio en un giro a Rosberg haciendo saltar alguna alarma en su Mercedes. Otra vez el hammer time junto con una comitiva de trompetas que asustaban desde la distancia al alemán. ¿Llegaría Lewis Hamilton? Entre tanto, Max Verstappen rompía su motor Renault que sonaba celeste para Fernando Alonso: sexto.
Harrison Ford en Stars Wars VII; la escena de Chuck Norris junto con Arnold Schwarzenegger en Los Mercenarios 2 o Silvester Stallone en Creed. Leyendas del cine destrozadas por el tiempo se podían reencarnar en la carrera y vida de Fernando Alonso. Ese piloto que unos tildan de desgraciado, otros de héroe y, algún envidioso, de acabado. Con un monoplaza que ayer sólo pudo ser decimocuarto, estaba en la zona noble de los puntos.
Es la magia que todavía guarda Alonso bajo su casco y sus guantes. Un elemento exclusivo que, como el suero del Capitán América, tiene fecha de caducidad. La reserva para esos momentos de desánimo donde ver la luz es imposible hasta para el más optimista. Valencia 2012, Hungría 2006, 2014 y 2015, o Bélgica 2013. Sábados de granizo y domingos de cerveza, tapa y purito en terraza: Rusia 2016. No se puede abandonar nunca la religión del asturiano porque, como un buen mago, no llega tarde ni pronto, sino cuando se lo propone.
El desfile continúo desaborido, con el único sobresalto de Jenson Button pasando a un Carlos Sainz en problemas constantes con su STR11. El británico se ganaba sus puntos en la pista, evidenciando que, sin degradación abusiva en sus neumáticos, McLaren-Honda no está tan mal. Rosberg ganó: pleno en 2016; Hamilton le asustó un poco, segundo; y Raikkonen completó el podio. Le siguieron los dos Williams: Bottas, 4º; Massa fue quinto.
Fernando Alonso cruzaba la meta con Eric Boullier sonriendo comedidamente ante el monitor. Porque la noticia no era ver a un Mercedes en lo más alto, a un Ferrari por detrás de ellos en una imagen afligida, o a los Williams rozando el champán. Los honores eran para Fernando Alonso. Se acercaron a tierra desconocida ante la sorpresa de los otros monoplazas. Asomarse y ver el podio más cerca es un premio que, pese a ser de consolación, promete un paraíso cercano.
Llevaban mucho tiempo lanzando teletipos intimidatorios. Su amenaza ha sido como la de castigo de padre a un hijo con el síndrome del mal estudiantil: todos se confiaron y al final la promesa se cumlió. Porque tras no hastiarse de gritar que llegaban, el pueblo hizo oídos sordos a un lobo que quiere quitarse la piel de cordero. La oscuridad que rezuma en sus ápices aerodinámicos son ahora un murciélago para la parrilla: prometen dar miedo. Tiburón, lobo o Batman, pónganle el seudónimo que quieran, Fernando Alonso sigue vivo y ha regresado de las alcantarillas de la Fórmula 1 híbrida para quedarse.