La victoria del trumpista Kast augura un giro a la derecha en Hispanoamérica
Ya llueve menos en Hispanoamérica. José Antonio Kast, definido unánimemente como «ultraconservador» y «trumpista», se ha impuesto claramente en la segunda vuelta de las presidenciales en Chile, obteniendo el 58,18% del voto frente al 41,82% de la candidata oficialista, la comunista Jeannette Jara.
Kast viene con votos prestados. En la primera vuelta no hubo un claro ganador y Kast quedó ligeramente por debajo de la comunista, porque la derecha -¡oh, sorpresa!- llegaba separada en tres grandes partidos a los comicios: el propio Kast, la senadora de centroderecha Evelyn Matthei y el congresista libertario Johannes Kaiser.
La importancia de esta victoria, naturalmente, supera con mucho las fronteras del país, porque viene a confirmar el cambio de la marea roja, auspiciada por el Foro de Puebla, en la que abrió brecha la victoria en Argentina del libertario Javier Milei.
Además, la caída de Chile en el bando de la izquierda radical de manos de ese podemita austral, Gabriel Boric, había resultado en su día una derrota especialmente desoladora, ya que Chile se ha visto siempre como una rara avis en el continente, más próspero y con menos problemas sociales que sus vecinos. De hecho, el ya presidente electo ha calificado al caótico mandato de Boric como «quizás el peor gobierno en la historia democrática de Chile».
Como el comienzo de un nuevo ciclo en la política de Hispanoamérica, de una deriva hacia la derecha, es, de hecho, como ha saludado el propio Javier Milei la victoria de Kast, «un paso más de nuestra región en defensa de la vida, la libertad y la propiedad privada».
Pero hay algo más en esta victoria, algo que no sólo afecta a Hispanoamérica, sino que resuena en casi todo en Occidente, de lo que Trump es, si se quiere, el catalizador, pero en absoluto el autor. Me refiero a un hartazgo casi universal, generalizado, de la gastadísima fórmula progre, de una izquierda viejuna y agotada, ayuna de nuevas ideas.
Por supuesto, la dinámica política obliga a sus rivales ideológicos de todo el mundo a presentar a Kast como la última careta de una «ultraderecha» terrible que nos acecha. Nada puede ser más distinto de la realidad. Es un deseo de normalidad, un hastío de la experimentación social y económica. Kast no es un líder carismático ni un producto de marketing político, es un padre de nueve hijos, católico sin estridencias, capaz de hablarle a la gente en un lenguaje que entienden, quizá porque él mismo es alguien corriente.
Si la izquierda se empeña en presentarle como un peligroso extremista, sea: lo hacen con todos, más ahora que ven, con alarma, cómo la ventana de Overton se abre por el lado que menos esperaban. Pero cualquiera puede ver hasta qué punto se trata de una narrativa artificial, nacida de la desesperación.
Kast no es nostalgia, no es extremismo: es una vuelta a la sensatez, a la normalidad, a lo que hace no tantas décadas se consideraba parte del pensamiento corriente, compartido por una amplísima mayoría en ambas orillas del Atlántico.
El binomio Milei-Kast anuncia el cambio de la marea en su región. Pero es también síntoma de ese hartazgo generalizado en nuestras sociedades y de la incapacidad de la nueva izquierda para proponer ideas e iniciativas que resuelvan los problemas reales de la gente corriente.