Reprobados S.A.: catálogo completo del sanchismo

Que a estas alturas de la película a un gobierno se le queme hasta el sello de la seriedad es ya para ponerlo en un museo de lo imposible: porque no nos engañemos, el PSOE tiene ya las vitrinas llenas de promesas, alambres sueltos y el cartelito que reza no tocar, por si acaso. Pedro Sánchez, que navega con olas de credibilidad por los suelos, ve cómo el Ejecutivo admite dejar sobre la mesa más de 60.000 millones de euros en préstamos europeos —como quien devuelve un regalo que no cabe en el balcón— y lo anuncia con la misma alegría con que alguien devuelve un plato que no sabe cocinar.
Gobernar sin Presupuestos —o con presupuestos convertidos en reliquia— tiene algo de prestidigitación: tres años legislativos sin unas cuentas nuevas de verdad (España sigue funcionando con los PGE de 2023 prorrogados). Que el país funcione así da la impresión de que la casa sigue en pie gracias a tablas y cinta adhesiva. El resultado: decretos, parches y una administración que parece más un ensayo general que un estado serio dentro de una Unión Europea que necesita más que nunca liderazgo, pero a España que ni se dirijan.
Mientras tanto, la crónica negra del poder no da respiro: detenciones y detenciones recientes —de figuras próximas al PSOE en causas por contratos y supuestas irregularidades— han encendido otra hoguera mediática. Que haya nuevos arrestos, registros mil y sumarios en curso no ayuda a la liturgia de la confianza; la ciudadanía mira y, si fuera procesión, ya habrían caído velas, velones y altares. Pero en esta desmedida desdicha de Sánchez -pobre-, se suman los casos de abusos sexuales del partido más feminista de la historia, o eso dicen, cosa que ya no cuela.
Y en medio de este incendio político, la retórica del que resiste se rompe contra la realidad: ministros reprobados, ministros cuestionados, ministros que salen del hemiciclo con la dignidad arrugada como bolsa de plástico.
Y en este ambiente de hoguera política, de gobierno abrasado por sus propios incendios, la procesión interminable de ministros reprobados avanza por el Senado con el ritmo solemne de un paso de Semana Santa: lento, pesado y observado por un país que mira desde la ventana, sin saber si reír, llorar o santiguarse.
Ana Redondo, ministra de Igualdad, abre la comitiva. La reprobación le llegó envuelta en polémicas sobre protección a las mujeres (pulseras y demás); una de esas gestiones, que pretendían ser modernidad y acabaron siendo tecnología con vocación de souvenir. Una ironía cruel: en el ministerio que debía defender a las víctimas, los fallos técnicos sonaron a «lo sentimos, vuelva usted mañana».
Detrás marcha María Jesús Montero, vicepresidenta primera, que carga con el peso de una contabilidad nacional sin Presupuestos nuevos desde tiempos que ya se cuentan por presidentes autonómicos. Su reprobación es una especie de metáfora: la responsable de las cuentas reprobada mientras el país tira de prórrogas como quien vive del mismo pantalón durante tres veranos seguidos.
Detrás, Fernando Grande-Marlaska, ministro de Interior, cuya reprobación llegó tras una colección de polémicas que ya ocupan más titulares que algunos delitos. Interior es una plaza dura, dicen. Y Marlaska lo ha demostrado: ha aguantado tormentas, vendavales y alguna que otra marejada parlamentaria. La ironía es que, tras tanto defender la seguridad del Estado, lo que más inseguridad generó fue su propio despacho.
A paso corto aparece Félix Bolaños, ministro de Justicia, reprobado también, como si la mismísima Ley hubiese decidido suspenderle en su asignatura favorita. En un país donde la Justicia es nuestro último bastión democrático, Bolaños ha aparecido como el mensajero que entregaba notificaciones cuando el reloj marcaba otra hora. El que ha dado la espalda a la verdad.
Cierra la columna José Manuel Albares, ministro de Exteriores, reprobado en asuntos que intentó resolver con diplomacia… y que acabaron en diplomacia a la española: gestos solemnes, declaraciones altivas y alguna puerta que se cerró antes de tiempo. La paradoja es deliciosa: el encargado de llevar el buen nombre de España por el mundo reprobado por quienes representan al país dentro de casa. Un desajuste de coordenadas.
Y queda, por supuesto, Mónica García. Nuestra Mónica que engrosará pronto este listado. La que parece buscar en la Puerta del Sol no sólo la eternidad, sino un titular que la salve del naufragio (se enfrentó a todos los médicos y murió políticamente por todos). Es la misma que intenta derribar la gestión de Ayuso a golpe de repetir «Quirón» como si fuera un hechizo, porque —ironías del cargo— aún no ha demostrado conocer en profundidad la sanidad madrileña que tanto denuncia y, para más inri, donde algo la ejerció.
Y ahora, para completar el cuadro, esta ministra está a punto de convertirse en algo casi histórico: la única ministra en casi medio siglo de Democracia que acumula tres huelgas médicas nacionales bajo su corto mandato; porque en siete años han pasado seis ministros de Sanidad. Dos récord que no cabe en la estantería del ministerio, pero sí en los manuales de cómo incendiar una profesión entera sin darse por aludida.
Aquella médico y madre con la que se presentó al mundo político ha mutado en otra cosa: una política que agota con su andadura pública, arrastrando sonoros fracasos y refugiada en un gobierno personal que parece gobernar más por redes sociales que por decretos. Una figura que quiso encarnar la renovación y acabó simbolizando la desconexión.
Y mientras este cortejo avanza, entre velas que gotean y miradas de resignación, Sánchez sigue ahí, imperturbable. Un presidente rodeado de reprobados, sospechas, escándalos, detenciones y brasas que ya no se pueden barrer debajo de la alfombra. Un gobierno quemado que insiste en que el olor a humo es cosa de los demás.