El regreso del huracán Trump
Este lunes, Donald Trump regresa al centro del poder político en el mundo: la Casa Blanca. Como siempre, con ruido, titulares y el caos meticulosamente orquestado que lo caracteriza. Mientras tanto, los demócratas llevan meses tambaleándose. Joe Biden, en particular, no necesita que lo empujen para perderse: basta con verlo divagar entre frases que nunca se acaban o con cara de turista desorientado en el Despacho Oval. Gobernó en piloto automático y, realmente, el copiloto parecía estar consultando YouTube para aprender cómo aterrizar un avión.
La administración Biden ha sido un experimento fallido, una sucesión de tropiezos que habría agotado la paciencia de cualquier clase de primaria. Subieron los impuestos, subió la inflación y hasta subió el precio de las excusas. Todo subió, menos la energía de Biden, el presidente que dependía de sus famosas tarjetas para recordarle qué decir, cuándo sentarse y cómo saludar. Sin ellas, era un reloj sin manecillas, útil solo para decorar.
Los medios intentaron vendernos la imagen del abuelito bonachón, amable y entrañable, pero el dopaje al que era sometido saltó por los aires cuando el telón cayó en Kabul. La retirada de Afganistán no solo fue un desastre, sino un espectáculo de incompetencia sin precedentes: aviones despegando con afganos desesperados agarrados al tren de aterrizaje y los talibanes entrando triunfantes a la capital como si acabaran de recibir un premio militar. Con Trump, los talibanes sabían que cualquier movimiento en falso traería consecuencias. Con Biden, encontraron aplausos, pase VIP y alfombra roja.
Y si Kabul fue un golpe, la frontera sur con México se convirtió en un auténtico carnaval. Récord tras récord de inmigración ilegal, mientras las ciudades fronterizas se ahogaban en el caos. Desde la Casa Blanca, hablaban de dignidad y derechos humanos, pero los discursos no vacían albergues. Trump, fiel a su estilo, insistió: terminará el muro: «Un país sin fronteras no es un país», dijo. Y, para muchos, esa frase es tan contundente como obvia.
Pero si alguien ha puesto el broche a esta tragicomedia es Hunter Biden. El hijo pródigo de los escándalos dejó el rastro de un ordenador olvidado, contratos sospechosos y favores internacionales que apestan a corrupción. Ahora, el indulto presidencial se asoma como el último capítulo de una dinastía marchita. Un gran parecido con el final de los Carrington frente a los Colby en la ochentera serie Dinastía. Biden, fiel a su estilo, optó por el silencio, creyendo que el ruido desaparecería solo. Pero las manchas de Hunter son igual que el vino tinto en un mantel blanco: no hay quitamanchas que valga.
A pesar de todo, los medios siguieron mimando a Biden hasta que, tras su primer cara a cara con Trump, lo lanzaron a los leones. Las tarjetas con instrucciones para saludar o sentarse dejaron de ser vistas como algo adorable, y toda la izquierda mediática y política se rebeló al unísono contra el presidente. Los tropiezos verbales, esos momentos en los que parecía que alguien apagaba la luz en su cabeza, dejaron de justificarse con sonrisas condescendientes. Kamala Harris –una mezcla de actriz improvisada y de la tía incómoda de cualquier boda– logró que sus risas estridentes eclipsaran cualquier intento de propuesta seria. A pesar de ser la gran apuesta de la progresía global, fracasó estrepitosamente en las elecciones de noviembre.
Trump, por su parte, vuelve ahora a la Casa Blanca con su pluma más afilada que nunca. Ha prometido sellar fronteras, restaurar el poderío estadounidense y acabar lo que comenzó. Su estilo no es de dudas; es de decisiones. En política exterior, el contraste es aún más nítido. Trump no permitirá que Putin o Xi Jinping dicten las reglas del juego. ¿Acabar la guerra en Ucrania en 24 horas? Puede sonar como una bravuconada, pero incluso eso parece preferible a la indecisión de Biden, cuyas soluciones parecían sacadas de una tormenta de ideas entre gallinas.
Melania lo ha resumido perfectamente esta semana hablando de lo que pasó en 2016 cuando llegaron por vez primera al edificio presidencial: los Obama no habían dejado nada en los cajones. Ni manuales, ni planos, ni un duplicado de llaves. Es fácil imaginarla abriendo cajones vacíos en los baños buscando el secador de pelo como quien busca un tesoro perdido. Ese vacío es el mismo legado que deja Biden: ruido y cenizas.
Esta vez Trump no se molestará en abrir los cajones. Los arrancará. Sin sutileza, con ruido, con decisiones que incomodan. Porque Trump no viene a ser el presidente del consenso. Viene a ser el presidente del cambio. Y precisamente para millones de estadounidenses, ese cambio es exactamente lo que esperan: Bye-den.