Rajoy, emulando a Induráin

Rajoy, emulando a Induráin

No es ningún secreto que Rajoy hace política a menos pulsaciones de las que latía el corazón de Induráin escalando el Tourmalet. Especialmente en situaciones límite. Es su estilo. Así ha sido tanto en el plano personal, cuando han intentado desde su partido enterrarlo o han procurado fulminarlo sus adversarios políticos incluso habiendo ganado unas elecciones generales. Pero también en el plano nacional, cuando asomándose el país al abismo —por ejemplo— evitó con sangre fría el rescate completo del Estado. Y aun avalándole su singular currículum, las circunstancias anómalas y tremebundas producidas por Puigdemont —el chico de los recados de los golpistas de la CUP— obligan a una actitud nueva. ¿La hemos visto? El hecho cierto es que… aún no.

En una crisis que por sus peculiaridades no ha conocido la historia de España, Mariano se mantiene día tras día fiel a su imagen y realidad de dirigente impasible, parsimonioso, apenas activo en el ordeno y mando, gélido en su morfología, ayuno de ala y garra, evangelizador del piano piano. Es un hecho que ha vuelto a exasperar no sólo a propios y extraños, sino a algunos de sus colaboradores más cercanos que —seguramente por vez primera— no terminan de ver ante el desafío del separatismo más cavernícola la idónea aplicación de ese manido latiguillo propalado y hecho cuajo por no pocos plumillas genoveses de que “el cuasi-perfecto manejo de los tiempos” del líder de Pontevedra termina por sanar las, en apariencia, más irreversibles enfermedades. ¿Lo hará aquí y ahora?

El presidente del Gobierno es la quintaesencia de la mesura y la templanza, y esa pose provoca de forma cíclica dudas razonables y comprensibles sobre su firmeza. Pero, ¡ojo! Hoy se topa en la gestión de este reto —lleno de chapuzas, caspa, esteladas y basura vendida como falsa información— con otro factor poderosísimo que deberá saber manejar: el patriotismo. Los hombres de Cromagnon del independentismo lo han despertado y ya no hay retorno. Lo han sacado a las calles y será imposible devolverlo a la clandestinidad o meterlo bajo la mesa de camilla. Hasta hace cuatro días, lucir una bandera de España en una terraza o en un balcón era cosa de fachas. Hoy mola: es cool y genera buen rollo. Y eso, ¿qué significa?

Muy simple. Si en efecto Rajoy se embarca en una reforma de la Constitución apresurada, si se deja llevar del ronzal por Sánchez y su aliado en la reserva —Iglesias, no se olvide esa alianza subterránea—, si acomete semejante obra de tan alta trascendencia en la idea de satisfacer a cuatro chantajistas en sus ficticias demandas y no de atender a las necesidades reales de 47 millones de españoles, si así procede, el hombre impasible, parsimonioso, gélido, apenas activo, el émulo monclovita del gran campeón de Villava será atropellado por una marea rojigualda, por la misma que llenó las calles de Colón hace pocas fechas. Mariano se juega bastante más que una legislatura o sus mandatos. Está en el aire su legado. No hay espacio para decir o hacer cosas que hielen la sangre de los españoles. ¿Se entiende?

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