Políticas de Estado

Políticas de Estado

Siempre se ha entendido por políticas de Estado aquellas que trascienden y están por encima de las ideologías y de legítimas y lógicas diferencias partidistas, e incluso de cambios de Gobierno, por ocuparse de ámbitos y cuestiones que afectan a la misma esencia del Estado. Así, normalmente son consideradas como tales las que afectan de forma sustancial a la Seguridad y Defensa y a la Política Exterior, entre otras, por entender que pertenecen a ese núcleo que debe ser indisponible de forma unilateral por un eventual Gobierno u otro.

Por ello, por ejemplo, para la provisión y nombramientos relativos a instituciones y organismos que tienen competencias que afectan claramente al denominado «interés general del Estado», se regulan mayorías cualificadas -3/5, 2/3…-; exigiendo normalmente acuerdos transversales entre los partidos políticos. Es el caso del CGPJ, órgano de gobierno del poder judicial, del Tribunal de Cuentas, del Defensor del Pueblo, del Consejo de Administración del ente público de RTVE, entre otros. También es emblemática cualquier reforma de la Constitución, que prevé un complejo proceso, tanto más agravado cuanto más «sensibles» sean los Títulos de la Carta Magna afectados.

Decíamos al comienzo que «siempre» se han tratado así las consideradas como tales políticas que, por el mismo motivo, exigen de gobernantes y dirigentes con «sentido de Estado», que actúen en coherencia con esos principios. Así ha sido, con diversos acentos e intensidades, con todos los presidentes del Gobierno desde 1977, fueran del PP o del PSOE, y por supuesto durante la Transición hasta ahora. Pero actualmente Sánchez ha dinamitado la existencia misma de tales políticas desde la moción de censura de 2018, que no tuvo escrúpulo en plantear para acceder a La Moncloa, y además con la exigua minoría de 84 diputados, apoyado en partidos que no sólo carecen de «sentido de Estado», sino que su proyecto político fundamental es destruir el Estado definido por la Constitución vigente de 1978.

La radicalización y crispación que sus políticas están creando en la sociedad española, y muy especialmente hacia su propia persona, son consecuencia directa de esa realidad que ya ha superado los cuatro años de vigencia sin ningún cambio al respecto. No debe olvidarse que aquel PSOE, precisamente para evitar lo que estamos describiendo, le desalojó de la Secretaría General del partido en un ya histórico y crispado Comité Federal del 1º de octubre de 2016. Es un oxímoron -una contradicción en sí misma- pretender gobernar una nación, un país, un estado en esas condiciones, salvo que el dirigente sea un autócrata que considere que el interés general del país sea el suyo particular, y, por tanto, el bien superior a preservar sea precisamente satisfacer sus personales deseos.

Los ejemplos de lo descrito en los más de cuatro años transcurridos desde que Pedro Sánchez asumió la presidencia del Gobierno, son tan numerosos como evidentes, con el común denominador de una lamentable carencia de respeto a la verdad, faltando al compromiso asumido ante los electores de no pactar con quienes le mantienen en el palacio de la Moncloa. Sus políticas de cesión continuada a las pretensiones de partidos separatistas son un atropello inimaginable en cualquier otra democracia occidental, cuya deslealtad institucional está fuera de discusión, habiendo protagonizado un auténtico golpe de Estado con sus responsables en la «dirección del Estado» -Pablo Iglesias dixit- indultados sin arrepentimiento alguno y reafirmándose en sus intenciones.

Una de las dos últimas entregas de esta deriva política es su aquiescencia en el tratamiento en el ámbito escolar de Cataluña de la lengua española oficial del Estado, como extranjera, siendo así que la política lingüística es esencial para el separatismo. La otra es la del anteproyecto de ley sobre secretos de Estado, que debiera ser tratada como tal política, y que sólo es negociada y pactada con sus socios y aliados. A comunidades autónomas con competencia de policía propia, el anteproyecto les otorga unas facultades que resultan incompatibles por su propia naturaleza con quienes carecen de un mínimo sentido de Estado. El daño provocado a España está resultando muy grave.

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