Perdonen que les hable de ETA

ETA

Y es que hablar de ETA no es moderno, no es guay por decirlo en el lenguaje de los chelis. Es más: suele resultar oneroso, una chapa, el cuento del abuelete plasta. Estamos a cien metros de sentenciar que ETA, la banda más asesina de la Historia de España, no ha existido. Tampoco Bildu, que es quien dirige la Seguridad del Estado. Éste es el relato actual que se lleva por estos pagos.

Como resulta que ahora no nos mata de todo y que tiene incluso sentada en el Congreso de los Diputados a una individua, Aizpurúa, socia preferente de Sánchez que jaleaba los atentados, ¿a qué viene soltar latazos recordando sus felonías? Menos mal que de vez en cuando alguna noticia nos devuelve a la verdad de una tribu de facinerosos que, durante sesenta años, trituró el orden constituido y la paz de un país que trataba, primero, de abandonar la autocracia de Franco con el menor coste posible y, segundo, de asentar la libertad reconciliando a un gentío que, literalmente, se había zurrado en una Guerra Civil que se nos llevó a no menos de trescientas mil personas, lo del millón de muertos no fue más que una licencia de Gironella en su estupenda trilogía de los sesenta. ETA fue el gran elemento disonante antes y después de la Transición.

Los herederos de aquel imbécil, tenido por fino pensador, Krutwig, que escribió un libelo Vasconia (por cierto, con B) y de los hermanos Echebarrieta, están saliendo estos días a chorros de las cárceles. Alguno tienen sobre sus espaldas, como Iragi, una mochila criminal que sembró el pánico y llenó de sangre toda una región, Sevilla y Málaga, Andalucía en general.

La libertad de alguno de estos forajidos es cierto que se está publicando pero pasa completamente desapercibida, aunque a las víctimas y pocos más, no se crean, nos devuelve al recorrido de aquella descomunal tragedia que segó la vida de 857 inocentes, la integridad de cientos y cientos de heridos, la pena irresoluble de multitud de huérfanos y la memoria de una multitud de personas que pagaron el «impuesto revolucionario» para que los homicidas no se les llevaran por delante. Y eso sin contar el miedo general de una sociedad española que, como decía Pío Cabanillas Gayas, no entendía a qué venía aquel festival macabro porque «nosotros no sabemos qué les hemos hecho».

Aquel drama nacional no guardaba como ahora se pretende un conflicto, el Conflicto, de dos poderes en lucha: el Estado español y una agrupación de delincuentes (ellos se llamaban a la manera del PNV, gudaris) que, también en la propaganda casi oficial, tuvieron que dejar sus vidas aldeanas para empuñar generosamente las armas para defenderse de una potencia imperialista que amenazaba con acabar con todo un pueblo.

Por extraño que pueda parecer a los españoles decentes, eso es lo que se lleva desde que Zapatero se coligó con la banda. De nuevo, la narración abyecta ha cambiado el retrato ensangrentado de aquella desdichada calamidad. Lo peor es que, encima, este tipo de voceros con Sánchez a la cabeza insultan, nos insultan, a los que pedimos sencillamente justicia, o sea, lo contrario a los usos actuales en los que contemplamos con espanto cómo la asesina Dolores Iparraguirre, alias Anboto, ha sido exonerada de cualquier responsabilidad como dirigente etarra en la ejecución a quemarropa de aquel pobre concejal de Ermua, Miguel Ángel Blanco.

Este solo recuerdo parece molestar, o más aun, enojar a los que apuestan por el barrido general de aquella maldita época. Iparraguirre, ha sentenciado la Audiencia Nacional que ya, prescrito el caso, no acumula responsabilidad alguna en aquella brutalidad humanicida, y algo parecido sucederá en breve con sus compañeros en la cúpula de la organización, Renteria y Antza que en poco tiempo correrán -nunca mejor dicho- la misma suerte que la tal Anboto.

La Justicia, a la que tanto se alaba por haber sido un parapeto legal contra ETA, a veces se comportó de forma ininteligible como, por ejemplo, cuando el juez de la Audiencia Nacional, el couché Pedraz, resolvió que no podía empapelar al citado Rentería porque «no había pruebas de que perteneciera a ETA!». Asombrosa la inepcia o la pusilanimidad, que de todo podemos hablar, del popular magistrado.

Los cien, escasos, etarras de toda la vida que aún permanecen en las confortables cárceles vascas, ya están disfrutando de hecho y sin que nadie lo repare, de esos terceros grados que son un martingala que encubre la total libertad. Todavía peor: hace cinco o seis días la prisión donde ha permanecido años y años ha abierto las puertas para que uno de sus más distinguidos huéspedes, el malhechor Jose Arregui, de alias Fiti, pase los últimos años de su vida en su casa de origen.

Fiti, el preso más viejo de la banda, 78 años, fue uno de los componentes del trío Artapalo en el que mandaban él y otro villano, Mújica Garmendia, ambos asesinos confesos y sin arrepentir. Fiti fue el actor principal de la matanza en el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. Él y Mújica se desempeñaron como jefes de aquella cuadrilla de bandidos en los años más terribles de su existencia. Cayeron en Bidart y Fiti se encuentra ya en libertad. Bildu le festeja, y el PSOE vasco, encargado en el Gobierno regional de las prisiones, se dispone a cumplir el mismo protocolo con otros internos famosos, sin ir más lejos con Txapote, al asesino directo de Miguel Ángel Blanco.

La sociedad española pasa como de rondón por estos hechos y no sigue los trabajos heroicos de algunas víctimas que, como Portero, se ocupan de que la historiografía de ETA no pase desapercibida. Como se ve, la Justicia no le acompaña del todo y aún en mayor medida el gentío nacional que da por no habido un terrorismo que es ahora el embrión de una circunstancia lamentable: que sus herederos sean el apoyo principal de Sánchez, el liberador de la banda. Comprendo que es molesto recordar el ingente destrozo que ETA causó en España, así que lo dicho: perdonen que hoy haya escrito de ETA.

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