¿Es necesario correr por la calle?
 
							Hay nombres que hoy suenan a prehistoria deportiva, como si uno abriera un viejo álbum amarillento y, entre estampas de cromos duros como corteza, apareciera un señor enjuto corriendo entre barbechos palentinos. Mariano Haro. Los jóvenes que hoy marean su reloj inteligente midiendo el oxígeno en sangre quizá no sepan que hubo un tiempo en el que correr era un acto solitario, casi poético, y no un desfile patrocinado por bebidas isotónicas con colores de neón.
Entonces, cuando Haro surcaba los caminos, alguien le gritaba, socarrón: «¡Sufra que paga!», porque aquí correr se consideraba cosa de locos o de gente con prisa por llegar donde nadie esperaba nada. Era España sin running, sin jogging, sin pulseras que te felicitan por no desmayarte. Y mírennos ahora. De aquel páramo hemos pasado a la fiebre atlética, donde las aceras parecen autopistas humanas y las zapatillas, templos de culto preciosista.
Que el ejercicio es sano lo hemos entendido, vaya si lo hemos entendido. El espacio público es para todos, sí, por supuesto, faltaría más. Pero alguien tiene que recordar que «para todos» no significa «para invadirlo como si fuera la última evacuación antes del diluvio». Porque el furor del corredor vocacional alcanza su cenit en esas ceremonias colectivas que llaman carreras populares, solidarias, benéficas, místicas o de cualquier causa noble capaz de justificar cortar media ciudad. Domingo sí, domingo también… y algún sábado, que la solidaridad nunca duerme.
Madrid amaneciendo con calles valladas, semáforos inútiles y vecinos aprendiendo nuevos itinerarios para ir a por el pan. Y mientras, los atletas urbanos conquistando avenidas que llevan meses soñando con tráfico y ahora se ven entregadas al sudor colectivo. Nadie les niega su entusiasmo. Pero el Retiro existe, la Casa de Campo también, y el mapa de España está lleno de parques donde uno puede correr hasta vaciar el alma sin perturbarnos a los que aún pensamos que el chándal es para el gimnasio, no para invadir el Paseo de Recoletos con actitud de héroe homérico.
Dirán que esto roza la herejía. Vendrán los maratonianos de élite y los del «me he preparado fatal pero he terminado, que es lo importante» a clamar indignados, a exhibir sus medallas como testigos de una hazaña mitológica. Me acusarán de insensible, sedentario, enemigo del bienestar. Ya los veo, en el bar tras la carrera, explicando con gravedad las diferencias entre su marca y la del último campeón etíope, convencidos de que su esfuerzo les ha rozado la gloria olímpica.
Corred, faltaría más. Saltad, exprimid los pulmones, perseguid vuestras propias medallas invisibles. Pero hacedlo en esos lugares magníficos que las ciudades ofrecen sin pedir licencia municipal ni paralizar los semáforos. Corred donde queráis, siempre que no conviertan cada fin de semana en una prueba logística para el resto de los mortales. Y recuerden: el sudor, como la intimidad espiritual o el perfume barato, se disfruta más sin audiencia obligada.
A fin de cuentas, hay quien busca la libertad en cada zancada. Y hay quien simplemente desea cruzar la calle en paz para comprar el periódico en busca del penúltimo kiosko. Aquí cada uno corre hacia lo suyo. Algunos, incluso, sin zapatillas fluorescentes.
 
                             
                             
                             
                             
                             
                                         
                                         
                                         
                                        