Ley de Seguridad: un trágala intolerable

Ley de Seguridad: un trágala intolerable

Es el nuevo trágala que nos pretende imponer el autócrata Sánchez para convertir a España en un remedo apestoso de la Venezuela de Maduro o de la democracia irreal de Putin en Rusia. Ahora, este individuo, con el pretexto de los estragos de la pandemia aún irresoluta, amenaza con reformar sin pudor la vigente Ley de Seguridad Nacional para convertirla en un instrumento de control, vigilancia y dominio de la población. Verdaderamente es difícil de creer lo que perpetran él mismo y sus ministros supuestamente juristas: el trío Robles-Marlaska-Campo. Con sólo la mención de cuatro de sus intenciones vale para describir el horror totalitario, fascista o comunista que se está proponiendo sin que, esa es la verdad, se hayan levantado demasiadas voces para denunciar la magnitud de la fechoría. Cuatro objetivos que se resumen así: primero, requisa de los bienes particulares cuando -así se anuncia- una situación como la acaecida con el Covid lo requiera; segundo, intervención u ocupación de los elementos que sean necesarios en tanto se prolongue la situación de hipotética emergencia; tercero, suspensión de toda suerte de actividades mientras sea pertinente; y cuarto, obligación de los medios de comunicación de insertar, bajo penas que pueden ir desde la simple multa a la clausura, los mensajes o las consigas que resulten precisos para el Gobierno de turno. Plenos poderes al dictador.

Consultado un jurista antiguo dice lo siguiente al cronista: “Esto es lo más parecido a las restricciones que encerraba el Fuero de los Españoles del franquismo, o, más grave aún, del estado de excepción que aquel régimen proclamaba cada vez que un acontecimiento le podía incomodar”. El proyecto, que le resulta tan grato a Sánchez y a sus cuates, sería calificado de anomalía en cualquier país asentado en democracia. Naciones como Alemania han sufrido catástrofes naturales o incluso han convivido con toda una reunificación del Estado (aquella impronunciable “Deutsche Wiedervereininung”) sin que al canciller entonces, Helmut Kohl, se le ocurriera a la sazón colocar a sus ciudadanos occidentales en situación de entrega total a los designios del Gobierno Federal. Este mismo verano unos terribles incendios están asolando Canadá y parte de Estados Unidos, sin que Trudeau en la primera o Biden en los segundos hayan decidido confiscar las propiedades de sus compatriotas afectados o dictar instrucciones a los medios de Columbia canadiense o de California para que transmitan sumisamente las órdenes que les resulten adecuadas a sus gobiernos, los regionales o el nacional. Si tal cosa hicieran el escándalo que se organizaría sería de tal magnitud que probablemente llevaría a Trudeau, al gobernador de California o al propio Biden a las tinieblas exteriores.

La Ley, el bodrio intolerable con que nos amenaza Sánchez, confiere al Gobierno la posibilidad de disponer ampliamente de la vida, la hacienda, y hasta la voluntad de los contribuyentes, de convertirlos en simples acólitos del Estado, sin capacidad de reacción individual, sin respuesta comunitaria a un abuso de este calibre. Aquella ley de la patada en la puerta que concibió el ministro Corcuera y se cargó el Tribunal Constitucional era una coz de clarisa al lado del propósito de Sánchez. El aún presidente, cada día un tipo más peligroso, intenta culminar una intervención total sobre todos los resortes e instituciones del Estado antes que las urnas le echen a la calle, de donde nunca, por cierto, debió salir. Si este atentado liberticida sale adelante ¿quién no sospecha, por ejemplo, que ante unas elecciones convulsas en el orden público, Sánchez no echaría mano de este repulsivo instrumento para situar a los votantes al borde mismo del servilismo absoluto? ¿Quién no puede prever que un gobernante sin escrúpulos como el que nos ocupa confisque en cualquier momento nuestros dineros porque el Gobierno precisa de ellos?

Estremece el solo pensamiento ante estas, muy ciertas, posibilidades. Sé, con dolor, que en este país y, pese a los 43 años que llevamos de democracia, el aprecio a la libertad es muy dudoso. El español, aunque tenga como signo principal su individualismo, posee un apego excesivo, casi patológico, al poder de cada momento. Eso nos exime de pensar y de reaccionar. Todavía aquí, en España, cuando se discute una medida del Gobierno hay muchos que se resignan con una sentencia tan penosa como ésta: “Por algo lo habrá hecho ¿no?”. Hay que contar con esta evidencia, también con otra realmente constatable: que los socios amistosos del Frente Popular no se van a oponer a esta bazofia insoportable ¿O es que los leninistas herederos de Iglesias no añoran  regímenes que trabajan con leyes como ésta? ¿O es que los nacionalistas de todo pelaje no aspiran, y desean, una sociedad en la que el poder del partido resulte omnímodo, indiscutible para los ciudadanos? Naturalmente que sí.

Sánchez ensaya su objetivo de convertir al país que desgobierna en una sociedad domeñada donde los derechos individuales o sean un regalo o una nostálgica aspiración. Todos, ahora mismo, todavía pendientes de si el maldito virus se evapora, estamos siendo muy propicios a aceptar que desde el Gobierno se nos mande cómo nos tenemos que comportar. Así se ha sido nuestra conducta durante el confinamiento, el secuestro en el que nos ha tenido reprimidos este sujeto ya tan indeseable. Ciertamente existe una gran parte de la Nación que está deseando verle al aire libre para manifestarle sus desagrado, pero resulta insuficiente. Contra la infame ley que nos quiere transformar en ovejas con cencerros, toda movilización popular es poca y corta, pero me temo que no se va a producir. Con esta ventaja cuenta el autócrata que la está redactando. La Ley es peor que la que en su tiempo se denominó de Fugas.

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