Gente que va “a la playita”

Gente que va “a la playita”

A estas alturas, sabrán ya que disfruto saqueando del diccionario sus tonos más escandalosos y, como estamos de vacaciones, bien merezco que me traten con especial indulgencia. Pasan los días de este amable agosto con una paz que hace que todo se torne de otros colores, de manera que me atrevo a hacerles algunas confesiones. La primera es muy ad hoc: no puedo soportar a los hombres que dicen que van “a la playita”. ¿Se puede ser más cursi y afeminado? Un acento veraniego que ejemplifica la ridiculez humana.

Antes de que sigan leyendo, aviso de que el jardinero se ha puesto, precisamente ahora, a cortar el césped, haciendo un ruido insoportable que, más allá de crispar mis nervios, me va a servir para tensionar mis letras y que este artículo sea más cínico que místico. El silencio es para mí, como para la mayoría de los escritores, uno de los bienes más preciados. Este valor se incrementa al escuchar algunas conversiones ajenas, en contra de la buena voluntad.

Para huir de este tipo de tormentos, entre olas, sol y cenas divertidas, me zambullo en lecturas que me son muy gratificantes y que me hacen conectar con mi esencia. Todos tenemos una, aunque muchos no tengan ni la más remota idea de cuál es la suya y, por tanto, se identifican con la de la mayoría, que es lo mismo que no ser nadie: esos grandes héroes que van “a la playita”. En mi caso – el de una persona que simplemente va a la playa-, disfruto leyendo vidas de personas con sensibilidades extremas, distintas, que sienten y perciben de manera diferente, capaces de sorprender y aportar algo especial. Estas formas de ser contrastan con la vulgaridad de la masa; ésa que se percibe clarísimamente en vacaciones, cuando una tiene más tiempo para observar.

Tengo cerca, excesivamente cerca, a un matrimonio joven con una niña pequeña y a la espera de otra. Son la definición del vacío. Buscan continuamente fuera lo que no hay dentro. Una vida de esas de paquete, que puedo hasta prever. A su matrimonio le doy de tiempo hasta que el último hijo dé sus primeros pasos. Entonces se habrá acabado el proyecto y ese vacío reinante, tan palpable ya, les hará huir. No entenderán que la huida es a ninguna parte, porque huyen de sí mismos. Este padre de familia es de los que “va a la playita”, poco más que decir. Me crispa los nervios tanto o más que el ruido del cortacésped.

De esta rutina humana, tan habitual como absurda, se libran generalmente los  seres creativos. El arte expresa el retorno de lo reprimido, tratando de conectar lo soñado con el ardor de lo vivido. Leo estos días como una leona la apasionante vida de Modigliani, el soberbio retratista de mujeres. Sus manos inteligentes dibujaban de un solo trazo, sin vacilar; sobre todo, cuando estaba perfectamente bebido, ¿un maestro caído? Modigliani, que amaba a sus modelos antes, durante y después, decía que los coleccionistas de muñecas eran “monstruos o gilipollas”. Este hombre solitario, que murió como un mendigo, figura hoy día en la letra M del Libro de Oro de los hombres ilustres. Un desgraciado, qué duda cabe; pero, en asuntos de amor y de arte, se embriaga de tal manera el corazón que se introducen discordancias severas.

El jardinero se ha tomado un descanso. Es hora del aperitivo. El italiano apasionado  vuelve a la tumba y yo recupero el tono de la realidad. Oigo las voces del matrimonio joven. Se van “a la playita”, tras dar las órdenes pertinentes a la sudamericana que todo lo abarca. Permanecen en la búsqueda incesante de planes, aspirando a esa superación inalcanzable de su vacío interior. Ni misticismo, ni cinismo: cursilería y penosa inconsistencia. De pronto, sólo oigo cómo mece el aire las ramas de las palmeras. Ahora que llego al final, sin esperarlo, retorna la maravillosa paz: el silencio.

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