El fascismo como poesía

El fascismo como poesía

El fascismo es una mitología antes que una política. Es una poesía de grupo, de multitud, en el sentido más medieval del término. No propone un programa, impone un estilo. Para ello, se sirve de la escenificación, de la decoración, de los grandes símbolos del pasado aplicados al presente. El objetivo es establecer una comunicación entre el jefe de gobierno y su pueblo que hasta ese momento ningún otro régimen político haya ofrecido. Se requiere una comunicación estrecha, de naturaleza casi física, que adopte las formas de una especie de histeria colectiva. El cabeza de gobierno debe asegurar que circule la sangre racial por las venas del país, de manera que el pueblo sea al jefe lo que lo inconsciente es a la conciencia. Su presencia debe agitar algo así como el escalofrío de la felicidad, creando una impresión inmensa que abrume. Esto lo consiguieron tanto Hitler como Mussolini.

Pablo Iglesias debió de soñar de niño con dar esos discursos masificados, alzado en un estrado casi divino. Le veo a él más cercano en su infantil conducta a estos sueños que al pobre Sánchez, que bastante tiene con hacerse las fotos con las gafas de sol dentro del avioncito, fingiendo preocupación por nuestro bienestar. No creo que estos anhelos estén en sus maquiavélicos planes, que seguro que son mucho más oscuros y retorcidos. El tiempo los desvelará. Sin embargo, Iglesias, que tiene algo de entrañable en su comportamiento, da bandazos en la búsqueda de su ascenso de clase, de su saber comportarse y de su necesidad de aprobación. Le falta recitar: “De verdad que sirvo, de verdad, os lo prometo”, mientras su mujer transita su ministerio con los bebés encima, sacándose el pecho para amamantarlos a la vez que firma sus traumas sexuales como ministra.

El Gobierno español padece los efectos de la congestión. La nueva idealidad social-comunista que dirige España, tan falsa como inestable, peca de presunción. Su defecto es idiosincrático. Es tan pedante como primitivo. Todo su genio está en esa arrogancia que a tanta gente ha engañado, y que cubre en realidad un fondo común de pusilanimidad. Carecen por completo de heroísmo. Apenas entienden este concepto, porque sus mentes son de rebaño, no de águila. Su ética, su conocimiento y su fe se cimentan en la suficiencia, no en la razón. Esto les hace suponer una superioridad incontestable.

Esta realidad les ha servido hasta el momento, pues han conseguido engañar y trepar hasta el poder; pero ahora, que empieza el barco a navegar sin el apoyo que suponía el estímulo de alcanzar el triunfo, empieza todo a tambalearse. ¿Qué es lo que les falta para alzarse en su ambicionado fascismo de izquierdas? Les falta espiritualidad, el haz de lictores. El fascismo y el nacionalsocialismo nacieron como una reacción ante la humillación nacional que supuso su derrota bélica. También creo que el sentimiento de humillación arranca muchos de los comportamientos actuales. En el siglo pasado, ambos movimientos expresaron la desorientación general de un pueblo que se sentía extraño en su propio país. Sólo tenía ese punto de referencia: la nación.

Actualmente, se da otra realidad. En el juego de las relaciones internacionales, han desaparecido dos aspectos que sí tuvieron importancia en el pasado: el tamaño y la potencialidad. Las sociedades de cada país han evolucionado impulsadas por el único anhelo del bienestar, arropadas por el capitalismo feroz, que ha subyugado a las emociones y a las ideas. Es decir, el único valor que rige las relaciones nacionales e internacionales a día de hoy es el puro interés económico y la conveniencia particular. Valga como ejemplo evidentísimo el juego manipular que se está gestando alrededor del coronavirus, y no hablemos ya de las inminentes vacunas y los miles de millones que se van a embolsar algunos, mientras juegan con el pánico general.

En toda esta maraña de ideas que he expuesto, los principios o las instituciones importan menos que la adhesión al sistema; y los crímenes o aberraciones cometidos bastante menos que los cheques en blanco. Atacar a los dirigentes como hombres profundamente depravados o psicológicamente desequilibrados es la tesis permanente. Sin embargo, el análisis de los dirigentes no puede hacernos olvidar a los dirigidos y su parte de responsabilidad. Ahora hay poco que hacer, pero el tiempo pasa rápido y espero que tanta incapacidad sea puesta de manifiesto a la primera oportunidad de cambio que se visualice. Una mística común, muy fascista toda ella, un baile de deseos.

 

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