El desaliento nacional

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  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

La Transición no fue siempre una época dorada de vino y rosas. Hubo de todo y algo de ello para no recordar. Lo malo, lo peor, culminó en la fecha desgraciada del 23 de febrero de 1981. Pero antes, durante meses, fue cuajando una impresión muy negativa, piensen en Ortega: «No es esto, no es esto». Por entonces hizo gracia un término: «El desencanto», una plural y general situación anímica sobre la que se construyeron mil páginas (incluso una película) de aviso. El desencanto abortó la construcción democrática de Suárez y dio paso a un socialismo de marketing que Felipe González bautizó con gran éxito con otra llamada: «El cambio». Si ahora mismo tuviéramos un poco de respeto a la Historia nos fijaríamos en este antecedente y buscaríamos un vocablo para definir exactamente lo que nos está pasando a los españoles. Por si acaso vale, me detengo en esta advertencia: «El desaliento».

Una gran parte de España, la que deplora la gobernación perversa de Sánchez, al que un fiscal del Supremo, tilda directamente de «miserable», se halla en situación de enorme desgana; parece que ha entregado la cuchara y que se resigna a sobrevivir bajo la égida de este personaje malvado. Son los que ya pregonan que no hay nada que hacer, que este sujeto durará por los siglos de los siglos. Fíjense si es cierta esta percepción que incluso hay una parte muy significativa de este gentío que se teme que la situación que soportamos se pueda convertir en permanente, que ya no hay salida porque -esto es lo tremendo- es probable que Pedro Sánchez esté diseñando un futuro ¡directamente sin elecciones!

Claro que este aviso suena a flagrante exageración, y lo es, pero la verdad es que ya está en la boca de miles de contertulios que dudan, con toda la razón del mundo, de que el individuo de La Moncloa posea una armazón democrático y por tanto constitucional. Son personas, cada vez más numerosas, que confiesan eso, su desaliento total ante lo que nos está ocurriendo. Está teniendo tanto éxito la campaña persistente de intoxicación que este Gobierno está perpetrando que ya los sucesivos escándalos duran apenas un par de días, disfrazados por los mensajes que vomita la legión de asesores que ha edificado Sánchez a su alrededor.

Cuando éste tipo grita: «Vamos a estar tres años más» o con mayor virulencia y chulería aún añade: «…y lo que les queda», una sensación de hartura e irritación, pero sobre todo de postración, recorre el ánimo de ese, por lo menos, cincuenta por ciento de los hispanos que ya ni siquiera soportan ver por televisión al marido de la ufana Begoña Gómez. Sánchez repite incansables mensajes que parecen urdidos por los copy de una gran agencia de publicidad, por eso cuando insiste incansable, que «esto va para largo», sabe que mucho personal ha caído en su trampa y piensa realmente que la pesadilla va a durar algunos años más. Por lo pronto.

Y cunde el desaliento. Hablando esta semana con un fiscal de extenso recorrido y de inmaculada trayectoria, me confesaba que ellos mismos, cuando toman decisiones graves que afectan al sanchismo, se preguntan: «Bueno, y al fin y al cabo, ¿qué? ¿Para qué sirve esto?». Tenemos que recaer en la enorme gravedad de estos interrogantes porque revelan, también, que los grandes ejecutores de la Ley están afectados por el repetido desaliento.

Son los mismos que aseguran, sin traba alguna, que España ahora mismo es un Estado en el que precisamente la Ley ya no importa nada, y ponen el ejemplo de su colega, el fiscal general del Estado, que está imputado pero continúa robando su puesto, asentado por el mafioso que le llevó a la dirección. Díganme si un país en el que la Ley no es el patrón definitivo de nuestras conductas tiene un futuro libre. Por más que la oposición política se desgañite imaginando fórmulas para impedir las millonarias fechorías que realiza el presidente del Gobierno, los establecidos de La Moncloa no se despeinan: les da igual, pasan de las imputaciones y las diatribas. Mienten y a otra cosa mariposa. Los secretarios de Estado de Comunicación caen como moscas enchufados a cargos más sustanciosos, y las ministras del ramo obtienen el mismo tratamiento, no sin antes hacer un ridículo espantoso como esta Alegría (Bonjour tristesse) que, como un escolar de los cincuenta, repite lanarmente lo que se le pone por delante. Sánchez sacrifica a estos pordioseros de la dignidad porque les sirven a su fin: perdurar aun a costa de triturar todo lo que le puede entorpecer su solo objetivo: seguir en La Moncloa.

Es seguro ya a estas alturas que este psicópata narcisista (lo han dictaminado los psiquiatras) está poseído, como los grandes dictadores de este siglo y del anterior, por la certeza de que los demás, sus súbditos al fin, no le merecen, que su reino político no es ya de este mundo chato que le vocifera desde las tertulias y le envía descalificaciones desde los periódicos.

Sánchez, ¡óiganlo! Es un peligro público que ha logrado hibernar a una sociedad civil desalentada, paralizada, cuya única esperanza, ya que no tiene otra, es llegar a los fines de semana con unos pocos euros para contribuir al desmán del gasto. Es la española una comunidad sin pulso alguno, con los líderes agazapados (¿Dónde están los intelectuales, dónde los académicos?) y el gentío de infantería lloroso ante la constancia de que, literalmente: «Aquí no hay nada que hacer». Este es el desaliento que cubre todas nuestras actitudes cívicas, la mejor baza para que Sánchez permanezca en el poder hasta que su cuerpo aguante, que es la sola advertencia que le puede impedir continuar con sus pervertidos propósitos. El desaliento se ha hecho carne en nuestra sociedad y, vista su escasa, mejor dicho, nula, reacción, ha dejado a España hecha unos zorros en la peor situación que ni siquiera nuestros críticos más históricos, Costa u Ortega, pudieron nunca prever. El desaliento nacional.

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